Aunque el título de esta entrega es más evidente que la evolución de las cejas del Doctor Simón hacia Frida Khalo, me he puesto una versión acústica de la canción de Sabina, para caer en lo que nunca hubiera querido hacer en este confinamiento: abrir álbumes de fotos.
Esa tendencia tan analógica de acercarse a unos libros donde se concentra el pasado en papel brillo, me ha producido una mezcla simultánea de melancolía y carcajada con lágrima y moco.
Los álbumes con fotografías en blanco y negro expresan una época donde aparece gente que ya no está, bodas de tíos y primos en las que somos niños con pantalón corto, camisa de tergal y calcetines hasta las rodillas. Hay fotos de nuestra comunión que parecen una antología de Oficial y caballero, porque vamos vestidos de marinero raso, marino mercante o almirante de la armada imperial, con guantes blancos, rosario, misal nacarado y corte de pelo a tazón. Y las chicas, de organdí y otras muselinas, que daban el aspecto de ser la inspiración de aquellas películas de terror, donde una niña de comunión aparecía de noche en la curva de una carretera.

Nuestras madres habían llegado al acuerdo tácito de parecerse a Kim Novak, haciendo que su pelo se recogiera en unos moños altísimos e impensables, que las hacían más altas que nuestros padres. Y los papás, con los trajes de rayas, camisas blancas y corbatas gruesas, que les daban el aspecto de formar parte de los colegas de Marlon Brando en El padrino.
A medida que fui abriendo más álbumes, el blanco y negro se tornó en un color cada vez más estridente y hortera, que retrataba a una sociedad enloquecidamente pop, new romantic, funky y Farala, tenemos chica nueva en la oficina.
Los trajes con hombreras Jim Carrey en La máscara, los pantalones con las campanas de la catedral cayendo desde las rodillas, el pelo de Los Ángeles de Charlie y los zapatos de Corrupción en Miami. Una ensalada brillante, una cascada de colores y matices que nunca hubiéramos imaginado.
Los álbumes reflejan lo que fuimos y también lo que somos: fines de semana con toda la familia, niños por todas partes, madres y padres que habían perdido la cintura para engordar pensando en los años donde todos eran flacos, lo pasaban mal y no tenían un Dos caballos para salir al campo.
Había balones de reglamento y bicicletas BH, tarteras de lata y botellas de Mirinda. Las puertas de los coches se abrían y sonaban los cassettes Punto Azul con las cintas de Camilo y Manolo Escobar. Y en todas las fotos aparecemos escondiendo la cabeza los más tímidos, o eufóricos, porque la Instamatic ejercía un poder casi sobrenatural sobre nosotros. Y siempre nuestras madres se tapaban detrás de nosotros, los padres estaban, por una vez, y los abuelos aparecían al fondo, recelosos de ese aparato con un ojo de cristal que podía arrebatarles el alma, como los recuerdos de nuestra infancia.
Ahora que abro los álbumes el día que un virus nos robó el mes de abril, veo que el ejercicio merece la pena, si no te dejas llevar por el confinamiento interior de aquél pasado que se recuerda con añoranza y no regresa nunca. A no ser que seas Michael J. Fox y arranques el Delorian a las ocho de la tarde, mientras la peña aplaude desde el balcón de su paciencia. Que haya alivio.