El Irlandés. El crepúsculo de la Cosa Nostra

Así como hiciera Billy Wilder en “El Crepúsculo de los Dioses” (Sunset Boulevard), su archiconocida obra maestra de 1950, en donde retrataba la decadencia de las estrellas del cine mudo norteamericano, y a su icónica Norma Desmond, interpretada por una colosal Gloria Swanson, sino por las apariciones esporádicas de Buster Keaton en la secuencia de la partida de brich o del mismísimo Cecil B. DeMille, épico director del cine mudo.

Ese olor a vejez y a gloria de antaño se respira desde el minuto uno en “El Irlandés”, el gran proyecto de Martin Scorsese que ha tardado casi más de media década en ver la luz. Sin ánimo de incidir en aspectos que otras tantas reseñas ya han mencionado hasta la saciedad como la novela en la que se basa, el guión o quién era Frank Sheeran, puntualizaremos sobre todo el apartado visual del film.

Muchos son los que han puesto por las nubes este ambicioso proyecto al que al italoamericano le ha costado sangre, sudor y paciencia sacar adelante; irónicamente, y a pesar de sus recelos con respecto a las plataformas de streaming, el viejo Marty ha tenido que tragarse sus palabras, dado que de no ser por Netflix ahora mismo no estaríamos hablando de la susodicha película. Otros han optado por atacar el uso del CGI (que sin ser perfecto y más que mejorable, es lo que menos desentona del conjunto).

Se habla de refrito de obsesiones con la vieja guardia (De Niro, Pesci y Keitel), sumándose Pacino: vamos, un póker indiscutible y que supone el principal atractivo de la propuesta. ¿La duración? Nada que no se pudiera contar en dos horas y cuarto; aunque se agradece el extender el metraje solo por quedarnos un rato más inmersos en esta trama y con estos titanes de la interpretación.

La mafia ya no es glorificada, sino que se muestra desde una perspectiva más sabia, profunda, en donde el juego de amistades y lealtades adquiere la carga dramática de “El Padrino” (1972); al que se homenajea musicalmente en una secuencia y en su gama cromática de ocres y sombras en el sobresaliente trabajo de fotografía de Rodrigo Prieto.

La primera hora es el Scorsese más ligado al universo fílmico de “Uno de los nuestros” (1990), la corrupción de su protagonista se va produciendo a fuego lento, para una vez entrado en contacto con la Cosa Nostra, siendo el punto de inflexión en el que la corrupción se hace patente en el momento en que Sheeran decide “pintar casas”. Todo este primer bloque es tratado con un genial sentido del humor a pesar de la amoralidad de los actos de su protagonista.

El conflicto familiar comienza con la mirada de su hija favorita, que se percata desde la secuencia de la frutería de quién es su padre. Debe ser la primera película en la que Scorsese sí da un peso a los hijos, aunque su defecto es no darles mayor presencia y no trabajar más a fondo el conflicto, siendo este uno de sus mayores defectos.

El contenido político y de las altas esferas entra en escena con Hoffa, abordando este apartado con el dinamismo visual, pero sin los excesos hiperbólicos de “El lobo de Wall Street” (2012), entrando en una temática pareja de cómo el hombre de a pie puede llegar a lo más alto, según con quién se relacione; entronca también con “El Padrino II” (1974).

Es el último tramo el que se aprecia más comedido, pero tejiendo una tensión espeluznante digna del thriller de los 70, algo que quizás el espectador no haya sabido apreciar. Así como hiciera Antonioni con “El Reportero” (1975).

Sin olvidar su dimensión narrativa de road movie que cumple su máxima a la perfección: lo importante no es el destino, sino el viaje. Y es esta negra, fúnebre y existencial reflexión la que nos traslada Scorsese en los momentos finales, donde la cámara se queda estática. Los movimientos de dolly y travelling ya no están presentes, su protagonista está postrado, solo, aguardando la muerte, y aún con ello, sigue pidiendo que le dejen la puerta de su habitación medio abierta, alerta de si alguien pudiera llegar para “pintarle su habitación”.

Esta puerta medio abierta, y que cierra el film, en su composición está intencionadamente referenciando a la puerta abierta del final de “Centauros del desierto” (The Searchers), de John Ford, de 1956, poniendo el broche a un film, que sin ser la obra magna de su autor, es soberbio, sobrio, triste y tremendamente crepuscular. No hay muchos cineastas que puedan presumir de estar en plena forma a los setenta y siete; pero el viejo Marty puede hacerlo, y con razones de peso.

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