Enamorado de la Semana Santa

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Un señor, tras su menester, contempla, se embelesa. La mañana resplandece. Se admira, se apasiona, se entrega, y, tras un periplo, llora. Y también una señora que está al lado. Unos niños que revolotean en el entorno paran, y lloran igualmente. Y luego… ¿qué pasa? Gritan de dolor. ¡Ay, qué pena!

Un trance agrio se constata. Se vislumbra todo un itinerario de experiencia sobre el ser humano en su relación con los valores, con sus circunstancias, con las provocaciones, con sus anhelos, con sus sueños, con sus provocaciones, con sus objetivos e intenciones, con sus peticiones, con sus miradas… Y a continuación… la alegría.

Es la Semana Santa en la Región de Murcia, con sus procesiones, con sus cortejos, con sus escenas, con sus tradiciones, con los niños y mayores, con los nazarenos, unos vestidos como tales, todos de corazón.

Me pregunta un niño que significan estos días, y le contesto que esperanza, así como fe y caridad, que es, en paralelo, aprendizaje; y, sobre todo, perdón y alegría por la confianza que se recobra tras esta misión que es siempre catarsis. Son unos episodios recurrentes que nos recuerdan que todo puede producirse desde la estimación, la admiración y la determinación del otro, tan importante como igual.

Es, además, recuerdo, pero, desde otra perspectiva, presente y futuro. Palpamos la vinculación del hombre y la mujer con Dios, que predispone todo para compartir el pan y la mesa con los suyos, con los que fueron creados a su imagen y semejanza. Hay valores, se comparte una ética, nos deleitamos con una estética que sobresale para convertirse en pedagógica. Es un libro abierto para llegar a los recodos del alma.

En realidad, no lo olvidemos, la Semana Santa eres tú, y yo, somos todos, reconocidos en el triunfo, la caída, y la vuelta a la existencia, como nos enseñaron nuestros mayores.

Recordemos y disfrutemos

Y me van a permitir que les glose que estas jornadas son las de las mamás, que entregan su energía para sacarnos adelante, para comprender lo milagroso, para afrontar lo irremediable. Cargan con todo y todo lo pueden. Son fuertes hasta decir basta, y más. Quieren hasta el infinito, y más. Lloran y ríen hasta reventar, y más. Y recogen la mochila y la sangre de los hijos, como entregaron la suya propia. Esas madres eternas que nos hacen rocas. Esas madres que son guías, que desde la firmeza regalan sabiduría y ternura, que nos marcan los hitos principales a partir de la infancia, cuanto todo se forja, como afirmaba el poeta Rosales.

Me confieso devoto de la Virgen de los Dolores, como lo soy de la de la Fuensanta. Mi hermana y, antes que ella, mi abuela, y, desde tiempos pretéritos, sus ancestras, portaron este vocativo: mis Lolas, “que mientras yo viva no estarán solas”. Por eso, cuando surge el viernes de Dolores, medito sobre lo que sufrió en los prolegómenos, durante y después de estos eventos, como padecen nuevamente tantas progenitoras hoy en día. Me fijo en las de Ucrania y me quedo sin palabras.

En verdad, sí tengo unos últimos vocablos para referir que debemos disfrutar de la Semana Santa como si fuera inédita, con el corazón a la escucha, como reclamaba el

Rey Salomón, estando prestos a lo que se representa, a lo que se rememora. Al tiempo sería bueno que divisáramos a los vecinos para analizar cómo se hallan y qué podemos hacer por ellos. En su vivificación estos días no le daremos más alegría a esa Madre y a ese Hijo que brindando el bien. Demostremos, por favor, nuestra estima por estos acontecimientos. Debo confesarles que estoy enamorado de la Semana Santa.

Y una cosa más: dispongámonos en la tarea de ser honestamente felices.

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