–No tengo tiempo –fue mi respuesta al mensaje de Antonio, mi viejo e interesante amigo con el que nunca llegué a nada.
Lunes y miércoles acudía a mis clases de alemán en la escuela de idiomas; martes y jueves tocaba gimnasio; y los viernes era el partido de pádel con mis compañeros de la oficina. Los sábados me tocaba compra semanal, esteticién y clases de salsa. Acababa realmente rendida, y los domingos me terminaba de machacar limpiando mi piso de soltera.
Y hoy era… ¿martes? Tal vez, ni siquiera me apetecía comprobarlo, porque todos los días eran iguales. Por encima de la pantalla de mi ordenador, pude ver a mi jefe, a través del cristal de su puerta, mirando mis piernas con aires de superioridad. Y entonces me lo pregunté: ¿Por qué siempre vestía minifalda y tacones? ¿Por qué trabajaba 50 horas a la semana? Miré el reloj y éste me devolvió las 19:04. Según el horario oficial, ya podía irme, pero siempre aguantaba hasta las 20:30 por miedo a ser señalada, como todos.
Sin ser consciente de lo que hacía, me puse en pie. Mi ordenador ya había sido apagado por mi subconsciente, y mi cerebelo me condujo hacia la salida. Por el camino, pasé por delante de la puerta del jefe, y pude ver de reojo cómo fabricaba una sonrisa que se quedó congelada cuando comprobó que mi destino no era su mesa, sino mi vida.
En casa descubrí que no era martes, sino lunes. Clases de alemán… Un plan tan tentador de rechazar que acabé por ignorarlo. Y me di de baja de todo: idiomas, gimnasio y salsa. Incluso me dio tiempo a comprar algo de ropa cómoda para renovar mi vestuario. Durante el resto de la semana, estuve mucho más relajada, haciendo mi trabajo lo mejor que sabía pero cumpliendo mi nuevo horario decente. Les dije a mis chicos del pádel que de momento me dejaba el deporte para ir más desahogada, y uno de ellos elaboró un proceso mental que no merecía llamarse reflexión:
–Vaya, nos quedamos sin chica… Pues tendremos que buscar otra compañera que nos alegre la vista…
Era viernes y yo lo sabía. Ahora sí. Era dueña de mi tiempo, y en…
–Verónica, por favor… -la voz del jefe interrumpió mis pensamientos, y acudí a su despacho.
–Siéntate –continuó-. Verás, esta semana… he notado un cambio en ti, y no me refiero sólo a tu ropa (lo cual no tengo más remedio que respetar, preferencias mías aparte). Estoy hablando de tu horario laboral.
Lo que me temía. Mi osadía podía costarme muy cara en el país de las no-maravillas del que intentaba escapar.
–Lo sé, es verdad que me voy antes, pero intento…
–Tranquila –volvió a interrumpir, esta vez a mi voz-. Mira mi pantalla: son tus indicadores de rendimiento, y esta semana vas a conseguir tu mejor registro del año. Increíble. En menos tiempo has terminado más informes y resuelto más problemas. Sólo te puedo pedir que sigas así, saliendo a tu hora. Sin duda te había infravalorado, y tu trabajo tendrá premio en breve.
En casa, me abrí una cerveza sin mirar la hora. Una sensación tan placentera que me preguntaba por qué no la había buscado antes. Y me respondí: en una sociedad que funciona con prisas, lo fácil es adaptarse, autoimponerse horarios, dejarse llevar. Renunciar al tiempo libre para no pensar, para no descubrir todas las cosas que faltan en hemisferios cerebrales propios y ajenos. Pero por fin yo había sido valiente, y la conclusión era que lo que a mí me faltaba era precisamente pensar. Y sentir el poder de la improvisación saltando por mis neuronas.
Para completar el proceso, la semana que recuperé el control de mi vida, hice una cosa más: escribirle a Antonio.
-Ya tengo todo el tiempo.
-Ya tengo todo el tiempo.

Visita mi canal pinchando AQUÍ