Cuando el semáforo se puso en rojo, bajé la ventanilla del Audi. Una dentellada en el estómago me paralizó al comprobar que ese barrio aún desprendía el mismo olor a kebab y a gasóil que veinte años atrás, cuando fui salvajemente feliz con Mari, mi novia de entonces.
Mi mujer, dormitando en el asiento de al lado, y los niños detrás, enfrascados en sus tabletas digitales, no eran conscientes de los drogadictos vendiendo pañuelos de papel, del calor asesino ni del aspecto peligrosamente decadente del lugar.
Mari y yo pateamos todos y cada uno de los garitos del barrio, comíamos cualquier cosa, despreocupados por nuestro pasado y nuestro futuro. Devorábamos el presente en el apartamento cochambroso de un primo suyo. Fue nuestro universo más celebrado, el lugar donde hacer el amor era un algo atemporal y adictivo. Una de las huellas de aquellos meses fue un tatuaje que nos hicimos de Bart Simpson fumando un porro en nuestra muñeca izquierda.
Pero el paraíso duró hasta que los planes de mi padre incluían para mí un Máster en Boston y la gerencia de su negocio en Barcelona.
Mi Bart Simpson lo tapaba hoy un Rolex, en la mano que agarraba el volante del Audi. El otro Bart entró temblorosamente por la ventanilla. La mano femenina de alguien a quien sólo veía de hombros para abajo. El techo del coche me tapaba. Una voz muy nasal –delatora de un mono del quince– ofreció unos cleenex, señor.
El semáforo se puso en verde.

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