Los padres de mi barrio hacen siempre las mismas cosas y a las mismas horas. Por la mañana te los encuentras en el ascensor con la expresión entre dormida y preocupada porque se les ha hecho tarde. Atascos, prisas, agobios. Hay que dejar a los nenes en el cole o en el instituto, encontrar aparcamiento, que cada vez está más complicado en esa odiosa ciudad, y llegar a tiempo al trabajo.
De regreso de la jornada vuelvo a encontrármelos en el ascensor. O a otros cortados por el mismo patrón. Hay que hacer la comida, comer deprisa y corriendo y llevar a los niños a extraescolares. A clases de inglés los lunes y los miércoles, al fútbol los martes y jueves y los viernes a clase de natación.
Luego, cuando el Sol ya deja de quemar, bajan a los niños un ratito al parque. No mucho tiempo porque aún hay que hacer los deberes, ducharse y cenar antes de acostarse a su hora. Los chavales juegan en la zona de ocio o dando pelotazos por cualquier esquina y los padres hacen como que se entretienen reunidos en la terraza del bar esos días en los que no hay extraescolares o a la vuelta de ellas. Frente a una cerveza sin alcohol que se calienta, conversando sobre los deberes que le mandan los profesores o sobre el profesor tal o cual. Los padres están cerca de los hijos, como no, todo el mundo sabe que son familias como dios manda.
Cuando paso camino al centro, con una sonrisa de oreja a oreja, entusiasmado por nuevos proyectos o inéditas ilusiones, con el ánimo jovial, me encuentro a los mismos niños jugando, corriendo, brincando y chillando alegres y a los mismos padres faltos de entusiasmo. Cada día igual al anterior. Los sábados y los domingos hay más tiempo para estar en el parque, qué otra cosa van a hacer, y el tiempo se vuelve entonces insoportablemente largo.
Observo sus expresiones cariacontecidas, sus miradas apagadas por la rutina, la forma desganada de andar y acansinada de hablar con sus hijos y los demás padres. A veces llevan un ritmo demasiado deprisa y otras, en el parque, demasiado lento. En todo caso siempre parecen morirse de aburrimiento o resignación.
Dan la imagen de responsables. De padres educados, que siempre dicen lo que tienen que decir y “ejemplares” para la sociedad.
Padres y madres que, en el fondo, están hartos de verse todos los días, de hacer de padres y madres a tiempo completo, los 365 días del año. Y fingir que son familias felices por el maldito qué dirán.
Los años pasan y ya queda menos para que los hijos vuelen del nido. Entonces llegará el día en que algunos se miren realmente a la cara en la soledad de sus casas y se pregunten aterrados qué han hecho con su vida y con qué persona al lado la han malgastado.