Siempre he dicho que las personas especiales, las que lo son de verdad, nunca mueren, pero lo cierto es que, amén de no consentir la indiferencia individual y colectiva, cuando se marchan de esta dimensión dejan un vacío que va más allá de lo que representaron. Me refiero a que con su fallecimiento también desaparece un estilo, una forma de ver el mundo, una manera de entenderlo y de relatarlo.
Aludo a José María Carrascal, un comunicador de raza, un buen hombre, que dedicó todas sus energías a ser periodista, aunque él confesó en más de una ocasión que nunca pensó cuando era un niño en llegar a serlo. Las paradojas de la existencia le llevaron a convertirse incluso en una estrella muy imbricada y valorada por la ciudadanía, que ponderó en positivo su voz, su ritmo, sus vocablos, sus gestos, su mirada, su rostro, su intención e intuición, que eran tan normales que sobresalieron como en pocos profesionales justo en una era que precisa de liderazgos para una mayor cercanía con la población.
Carrascal empezó desde abajo un oficio, que, como decía Gabriel García Márquez, es el mejor del cosmos, pero que tiene mucho de vocación y más aún de sacrificio. Nuestro madrileño conjugó, como el colombiano, una doble vertiente: fue periodista y escritor. Más de una veintena de libros avalan una labor excepcional. Incluso ganó el premio Nadal con la novela Groovy. Fue allá por el año 1972.
92 intensos años
Se inició en el diario Pueblo. También fue corresponsal del Diario de Barcelona. Fue, en los años 90, corresponsal en Nueva York para varias televisiones. No ha abandonado su pasión hasta hace unos días, cuando escribía su último artículo en ABC sobre la jura de la Constitución de la Princesa Leonor. Ha sido incombustible, como inagotable su producción. Sus 92 años han sido muy provechosos.
Entre sus múltiples vivencias y anécdotas citemos que estuvo en una comuna hippie en Nueva York. Tampoco olvidamos sus infinitas corbatas, todas ellas llamativas, como una especie de signo de identidad.

Particularmente ensalzo su tono amable y afable, próximo, el de un humano culto que hallamos en un restaurante o en un museo, con el que podríamos conversar con altura de miras prácticamente de todo.
Tenía, aunque suene a tópico, talante y talento, unos aspectos que empezamos a echar de menos en esta especie de locura que nos circunda.
Siempre lo recordaremos por sus análisis certeros y por esas presentaciones y despedidas, que dejaban el sabor de lo exprimido de verdad. En la etapa de la inteligencia que dicen artificial debemos fomentar contrapesos como el de José María, ya en el cielo, donde seguro no se aburrirán con él. Descanse en Paz.