En estos días de retiro que se están llevando de nuestras vidas algo más que nuestros muertos, está dando tiempo a poner en orden los cajones de los calcetines y los armarios de dentro. Y también los libros que vamos atesorando desde hace años, sin otro aparente motivo que deleitarnos con su visión o ponerlos de escenario egocéntrico en una videoconferencia.
Hace tiempo que no me detenía delante de ellos, porque desde que fueron leídos o quizá prestados, se han enrocado a la memoria y viven apretados junto a otros que seguramente no nos dejaron huella. Así que estas jornadas tan interminables han servido para sacar a pasear el refresco de la memoria profunda, de la chica de ayer literaria que ha formado parte de nuestras emociones.
Son libros que se rozan entre la adolescencia y la juventud, entre el final de los setenta y todos los ochenta, frases de canciones y películas que escuchamos y que vimos, mientras Five luchaba contra la ambición del ser humano en La Colina de Watership, la inolvidable aventura de unos conejos en busca de un lugar para vivir.
Libros de Gloria fuertes que te invitaban a amar sin condiciones: “Cuando te nombran, me roban un poquito de tu nombre; parece mentira que media docena de letras digan tanto”. Son tiempos raros donde a Orwell no le afecta la pandemia. Parece que nos llama desde el lomo de su Rebelión en la granja para dispararnos a quemarropa el discurso del cerdo Napoleón: “El hombre no sirve a los intereses de nadie, exceptuando los suyos propios”.
El Gran Hermano de 1984 protagoniza nuestra intimidad y lo hemos aceptado como algo natural, cuando en el momento en que lo leímos se nos abrían las carnes. Pero, como decía el narrador de La historia interminable: “esa es otra historia y merece ser contada en otra ocasión”.
Casi prefiero reencontrarme con García Márquez, no sea que en el universo de Macondo localice alguna pista. Y en Cien años de soledad lo dice clarito: “Lo esencial es no perder la orientación”. Ya lo cantaba Aute en un programa progre de los setenta en la tele: “Todo está en los libros”. Así que, tal vez el error haya sido abandonar durante tanto tiempo a los amigos en un rincón polvoriento de la biblioteca.
Los libros son una llave esencial para que gire el pomo y se descubra el misterio. Aún recuerdo cómo nos reíamos de algunos bocazas citando a Pablo Neruda: ”Me gusta cuando callas, porque estás como ausente”, una frase que desnudábamos de su contexto para dedicársela a quien hablaba de más, o se repetía como el cromo de la jirafa en “Vida y color”. A esas alturas, ya sabía Gil de Biedma “que la vida iba en serio”. Por eso, cada uno hemos debido descubrir por cuenta propia que los libros forman parte de nuestro libre albedrío y que sus frases, sus versos, sus pedazos de guión, sus letras hechas canciones, son lo que tenemos y seguramente lo que dejaremos a los siguientes en su recuerdo, como la infancia del poeta, donde siempre hubo un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero.
Lo esencial es invisible a los ojos, decía el zorro sobre las relaciones humanas en el pequeño libro del príncipe. Está claro que no debo llorar por no ver el sol. Me he despistado un momento buscando las estrellas de Tagore y la chica de ayer ya está guardando el cuento junto a los de Vargas Llosa. Cómplice, me tiende la mano para que la acompañe. El mundo se derrumba y yo acudo a su encuentro para ocuparme del mar, casi desnudo como los hijos de Machado. Que haya alivio.
Aquí tienes el enlace a la Playlist de «Lo esencial es invisible a los ojos» de Oché Cortés