Nueva York. La ciudad que nunca duerme, o eso dice la canción

¿Cómo definir el todo?. Suelo huir de las caracterizaciones porque no es sencillo dar con las palabras claves que, convenientemente hiladas, den con lo que queremos comunicar. A ello se une la dificultad de hacer valer las expresiones para que coincida lo que queremos destacar, lo que reseñamos y lo que finalmente se percibe. No es sencillo.

Por eso, cuando tenemos que hallar vocablos que glosen lo absoluto, se tercia aún más compleja la tarea, pues a la dificultad subrayada se le conecta la imposibilidad de convenir que es el todo. Es el caso que nos ocupa

Hablamos de una ciudad, de un icono conocido por el mundo entero. Me refiero a la capital del planeta. Es un epicentro en todos los órdenes, incluso en el político o institucional, pues es un referente hasta en esto, con independencia de los reconocimientos que nos participe el Derecho Internacional. Aludo a Nueva York, por la que hemos cantado, soñado, temido, así como expresado y alzado mediante millones y millones de palabras, de grabaciones audiovisuales y de indicaciones en todo género de soportes. Es, como nos recuerda, la canción, «la ciudad que nunca duerme».

 Por ello, si me lo permiten, le dedico este poema:

Te amo sinceramente

Eres tú,

tan conocida,

tan querida,

tan única,

tan certera y llena de problemas,

a la par que de soluciones.

 

Eres la ciudad de todos,

y de nadie,

de la compañía y de la soledad,

de la vuelta permanente a la adolescencia,

de los héroes, de los últimos,

en la que no han de faltar los primeros.

 

Eres el nuevo Faro,

y, como tal, con luces y sombras,

con reglas y caricias,

con muerte y renacimiento,

todo un crisol de estirpes y de anhelos.

 

Eres una Diosa,

y, de esta guisa, te recibo, con una luz

de antorcha que no se extingue,

pues tu energía es humana.

 

Bulles de noche, de día,

a todas horas, aprovechando cada segundo,

como si fuera el fatídico, el crucial,

el verdadero, el quid del centro de las fantasías.

Hemos visto tus calles, tus puertas;

Hemos sufrido tormentas, nevadas;

Hemos asistido, contigo, a fines del planeta

con terremotos, mareadas, accidentes,

con escenas verosímiles,

y otras, trágicas igualmente, cargadas

de dura soledad y de muerte.

 

Hemos cantado, y nos hemos alegrado,

y apenado, y maravillado,

y sentido a gusto, tranquilos,

como si estuviéramos en nuestro pueblo,

con nuestra gente.

Crisol de culturas, has hecho

que seas un poco de todos,

sí, querido lector, querida lectora,

tuya y mía por igual.

 

En el tránsito de nuestras vidas

hemos conocido ciclos,

y ríos de tinta han contado

lo que no podremos superar

algunos mortales, yo mismo,

pero eso no quita el atrevimiento

de buscar, como en aquel “A mi manera”,

y de rendir tributo a la más grande ciudad

de la historia universal,

que lo es por muchos motivos,

aunque suene a tópico.

Lo es fundamentalmente porque la llevo, te llevo,

en lo más profundo de mi corazón.

 

Sí, yo también te amo, Nueva York.

Sinceramente.

Juan Tomás Frutos. Periodista.
Juan Tomás Frutos. Periodista.

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