Al principio nos escribíamos cartas.
Yo le hablaba sobre el mar y las historias que borraba cada día. Cuando las olas se retiraban, ya no quedaba nada del pensamiento anterior, y había que empezar de cero. Ella leía mis 5 folios, sonreía y se tomaba la molestia de responderme, aunque en realidad no le molestaba.
Ella solía escribir de noche, incluso durante horas, en ese balcón que conozco sin haberlo pisado, porque me trasladaba hasta allí al leer sus palabras. La tinta impregnaba el papel, y cuando a ella se le resistía una frase, miraba hacia arriba sin querer, pensativa. Y la Luna le hacía creer que la respuesta venía de sus cráteres. Todo era creación. Fueron esas ilusiones las que nos unieron, esas descripciones y anhelos que redactábamos para conocernos, compartir lo que sentíamos y darle forma de relato.
Cuando recibí su primer e-mail, me supo a poco.
Cualitativamente, había menos sentimientos volcados, y su inconfundible y expresiva caligrafía había sido reemplazada por una tal Times New Roman. Cuantitativamente, aquellos párrafos equivalían a sólo un folio de sus antiguas y mucho más extensas cartas. Yo le respondía intentando mantener la esencia, hasta que dejó de enviarme correos y comenzó a reenviármelos. Dejó de crear.
Con la irrupción del Messenger, los párrafos pasaron a ser simples renglones.
Aun así, aún existía entre nosotros cierta complicidad, cierto margen de maniobra para ser originales, para conversar de manera dinámica y detener las inquietudes para contemplarlas. Pero en lo más interesante, ella tenía que irse y el diálogo se interrumpía, como una carta rota por la mitad. Por culpa de las prisas, para describir una emoción ahora bastaba un absurdo emoticono.
Cuando me agregó a su Facebook, dejé de ser palabras para convertirme en un número.
Yo era su nuevo amigo, como si no lo hubiera sido antes. Podíamos chatear en privado, pero en una ventanita mucho más pequeña que la del Messenger, que parecía pensada para obligarnos a pensar menos, a sintetizar lo imposible y acortar los renglones. La ventana era tan minúscula e incómoda, que si yo quería escribir un párrafo extenso, acababa poniéndolo, por comodidad y pragmatismo, en mi muro personal. Y como allí podían leer tantas personas, tampoco podía dirigirme a ella directamente. Con el tiempo dejamos de chatear, puesto que ella también escribía en su muro: primero creaciones originales, más tarde “estados”, y al final dejó de redactar para simplemente compartir cosas de otros. Se había rendido sin darse cuenta.
Por penúltimo (porque imagino que el proceso no ha terminado), la llegada de las tecnologías Tweeter y Whatsapp sirvió para acortar incluso más aquellos estados del Facebook. De los tímidos y escuetos renglones habíamos pasado a los limitados e impersonales caracteres. El infinito se había vuelto pequeño.
Hoy recuerdo aquella carta en papel, la única que nunca le envié. La única en la que todas las maravillas del Universo parecían hablar sobre ella, y yo fui capaz de explicarlo. Aquella noche, el mar reculó, pero no consiguió borrarlo todo. El recuerdo de ella seguía allí, bajo las olas, y las estrellas parpadeaban como asintiendo para confirmarlo. Toda mi inspiración quedó encerrada en aquel sobre, que nunca llegaría a sus manos. Cuando me disponía a salir camino del buzón, un sonido de mi ordenador me hizo detenerme. Me había llegado su primer e-mail.
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