Cumplidos los 46 me sentía con experiencia acumulada y con mucha energía vital y creativa, pero ya no tenía la etiqueta de joven pintor prometedor que me subió a los altares de mediáticos del arte contemporáneo. Mi carrera agonizaba: no había sabido salir de la mera repetición de patrones aprendidos décadas atrás. Necesitaba dar con algo nuevo, algún concepto rompedor que reimpulsara mi presencia en un mercado tan caprichoso como es el de la pintura abstracta.
Nada.
El concepto se me ocurrió de repente. A ver quién tenía huevos a decirme que no podía exponer la nada.
Mi galerista me miró en silencio durante veinte segundos.
–Eres un cabrón. Tú quieres arruinar mi negocio.
–Si piensas eso es que no has entendido lo que estamos haciendo, ni de qué va esto del arte contemporáneo –le respondí.
Accedió. Con reservas pero accedió.
Dos meses más tarde inaugurábamos una exposición en la que los espectadores podían contemplar la nada. Sentir la nada. Sí, algo tan sencillo y tan conceptual como eso.
Triunfamos.
A una señora, incluso, le vendí la nada que había en el espacio que separaba mis manos a unos centímetros. ¿Se lo envuelvo?, me faltó preguntarle.
Hoy me conocen como el pintor de la nada. Los costes de producción de mi obra son nada. Y ya tengo pensado dejar en herencia a mi hijo el derecho a vender nada cuando yo muera.
Es lo que pasa cuando llegas a una edad en la que nada se puede convertir en todo.


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