A Diego se le paralizó la sangre cuando su hijo agarró la pala y comenzó a hacer agujeros en la playa. Lo hacía intuitiva e indiscriminadamente, sin lugar a la reflexión ni al descanso. Parecía adivinar que era la playa favorita de su madre.
–¿Qué haces ahí parado, Diego? Vamos, que la gente va a empezar a llegar y tenemos que coger un buen lugar –le apremió Victoria, su pareja.
Diego estaba con Victoria desde hacía dos meses. En realidad lo estaba de manera oficial, porque tiempo atrás lo estuvo en la clandestinidad, antes de la enigmática desaparición de Julieta, su mujer. Sus broncas eran notorias. También la manifiesta superioridad intelectual de Julieta sobre Diego, a quien humillaba a placer públicamente cada vez que ella quería saldar una cuenta pendiente. Su facilidad para manipular la conducta –últimamente también el pensamiento– de Diego le convertían en una diosa para unos y un ser cruel para otros.
El niño, conforme crecía, iba adquiriendo gestos y movimientos que pertenecían a su madre. El miedo de Diego era que también heredara su inteligencia, su forma de pensar y, sobre todo, su habilidad para hacerle sentir como una basura putrefacta.
Cuando el niño llevaba casi un centenar de alocados agujeros en la arena, Diego supo que eso era sólo el comienzo de un nuevo calvario para él. Un calvario que acabaría cuando su hijo –de una manera u otra, más tarde o más temprano– descubriera el lugar exacto en el que Diego enterró a Julieta.
Realizador y guionista.
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