El vuelo Madrid-Miami salía a las diez de la noche. Saludé con una sonrisa al señor que se sentó junto a mí: cincuentón y ojos rasgados, hundidos en la cara debido a los ochenta kilos de sobrepeso que habría cultivado a golpes de barbacoa. Colocó en el bolsillo del sillón delantero sus artilugios tecnológicos –algunos, complicados de encontrar en Europa a buen precio–. Yo miré por la ventanilla dispuesto a dormir todo el trayecto.
–Disculpe, señor –me despertó una pareja de azafatas tocándome suavemente el hombro–. ¿Querría usted hacer el resto del vuelo en clase business?
No, no estaba soñando.
–¿Perdón?
–La compañía lamenta las molestias y quiere compensarle haciendo el resto del trayecto en un sitio más cómodo.
No entendía nada.
–¿Qué molestias?
Las azafatas miraron a un hombre que había junto a ellos, de pie. Llevaba un fonendoscopio colgado del cuello. Miró a mi compañero de asiento, cerró los párpados y negó con la cabeza.
¡Joder, el gordo estaba muerto! Querían que no me viera obligado a viajar con un fiambre.
–No. Me niego –dije muy digno–. No soy de los que dejan a nadie tirado, y mucho menos cuando acaba de morir. No me parece ético, sinceramente.
Las azafatas y el doctor se miraron sorprendidos.
–Es usted admirable –me dijo el doctor, y se fueron en silencio.
Nunca abandono a nadie, especialmente si está muerto y se ha dejado en el bolsillo del asiento delantero un cargador de baterías externo de tercera generación con doble salida USB.


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