Ella estaba a unos 20 metros, y como siempre, parecía mirarme desde su ventana. A veces me saludaba con timidez, y yo intuía su sonrisa desde mi lado del jardín. Cuando llegaba la noche, solíamos jugar. Yo encendía y apagaba la luz, y ella hacía lo propio con la de su cuarto. Eran nuestras señales de luz, nuestra complicidad inocente. La que se tiene a los 16 años, la pureza aún sin manchar que nos hacía no necesitar más para alcanzar ese estado que de adulto sólo se consigue dopado con alcohol, o quizá con drogas que nunca probé o canciones que aún no existen. Para soñar bastaba una mirada, con eso tenías felicidad para toda la noche.
Y a veces, el juego se complicaba: uno de nosotros 2 emitía una secuencia luminosa cada vez más difícil: encendido corto + apagado largo + 3 encendidos cortos + apagado largo + 5 encendidos rápidos + apagado largo + 4 encendidos largos + apagado final. Y el otro la repetía exactamente igual, como en aquel juego de los 80, llamado Simon. Apurando nuestra inteligencia para saborear el último trago de amor inventado.
Ella, cuyo nombre desconocía, me tenía tan ilusionado que de mi guitarra salió una melodía, una secuencia como las luces, pero en forma de sonido. «Al otro lado del jardín». Pensé que nunca sería capaz de escribir una composición mejor, que mi perfección era ésa y ya no aspiraba a nada. La muerte quedaba muy lejos, pero la vida ya había soñado todo.
Con los años, la guitarra hizo cosas mejores, pero nunca volví a sentir lo mismo. Ya no hay miradas inocentes, de ésas que te observaban desde otro edificio, o a través del cristal de un autobús. A veces, ni siquiera hay miradas. Se esquivan. Todo se mira de reojo, y con un interés oculto cuya verdad sólo descubres bajo las sábanas, o en una cena de negocios. En la última que tuve, la volví a ver a ella. En la mesa de al lado. Presa de otro interés. O quizá cazadora del mismo. Yo conseguí cerrar mi trato justo cuando ella dejaba su boca en pausa para reconocer este rostro. Pero ya no era lo mismo que 25 años atrás. No había resto de entusiasmo, de la ilusión que abandonamos en nuestro antiguo barrio de infancia.
Pagué con la tarjeta de mi empresa, estreché manos enemigas y subí a mi coche en el parking, tras rechazar amablemente una invitación a un puticlub.
Arranqué el motor, y con la primera gota de lluvia del final del verano, algo me deslumbró. Unos faros. Un coche aparcado justo enfrente del mío. Los faros se apagaron. Y luego se volvieron a encender. Luego 3 encendidos rápidos, otro apagón… hasta componer la más hermosa secuencia que terminó por extinguirse. Y entonces nada. El mismo vino que me había servido para lograr una importante firma de negocios, ahora me impedía memorizar y repetir la sucesión de nuestra última partida romántica.
El coche de enfrente se fue, al otro lado del parking, hacia su nuevo destino marcado; y yo recordé la inocencia que fui culpable de haber perdido.
