–¿Se da cuenta de que hay restos de madera?
El doctor Marín, mientras auscultaba, hizo un esfuerzo por no acabar la pregunta con un “¿…hombre de Dios?”
–Pues no –respondió Ricardo–, yo pensaba que sólo quemaban el cuerpo.
–Si no es indiscreción, ¿me puede decir por qué ha hecho semejante cosa?
Ricardo comenzó un soliloquio atropellado e impreciso con la mirada perdida en el jardín de la clínica, que se podía ver a través de la ventana de la consulta. La idea fuerza comenzó siendo la de la pérdida de la figura paterna –parecía interpretarse por sus palabras que le preocupaba la muerte de su padre porque el siguiente en la lista era él, sencillamente, por una mera cuestión generacional–, pero cuando habló de la relación que mantuvieron se vino abajo de una forma inesperada.
–Él nunca pudo superar lo mío con la cocaína –aclaró Ricardo entre sollozos–. Me convertí justo en lo que él odiaba: un ser dependiente, desequilibrado y visceral. Sin embargo, siempre estuvo a mi lado para ayudarme a salir de esa pesadilla que compartíamos. Su amor hacia mí, como hijo, fue incondicional. Antes de morir me dijo que sólo lamentaba no quedarse conmigo hasta el final de mi adicción, hasta vencer juntos al monstruo. Eso me dio fuerzas para dejarlo, pero quise que mi última vez fuera con él, algo simbólico que representara su victoria póstuma. Se lo debía.
–¿De verdad no se le ocurrió un símbolo mejor que esnifar las cenizas de su padre?