La reacción de Vanesa ante la noticia del asesinato de su marido fue similar a la que tuvo cuando, meses atrás, el doctor Marañón le diagnosticó una extraña paraplejia que la dejaba postrada en una silla de ruedas. Frialdad.
Vicente, harto de discusiones estériles con Vanesa, había decidido pasar el fin de semana en el apartamento de la playa. Según registraron las cámaras de seguridad del edificio, una persona encapuchada y ataviada con un chándal negro entró ágilmente por el balcón. Aprovechando que Vicente solía mantenerla abierta en los días de mucho calor, entró y le golpeó la cabeza salvajemente mientras dormía con un palo de golf que el difunto tenía en la misma habitación.
La policía no pudo encontrar ni el más mínimo rastro del agresor. Ni el más minucioso de los exámenes del lugar del crimen sirvió para encontrar un cabello, una gota de sudor seca en el suelo. Nada con qué tirar del hilo para encontrar al asesino.
Sin embargo, al inspector Gozalves –apodado El lince por su capacidad para ver donde nadie suele mirar– le llamó la atención que el asesino supiera que la puerta del balcón estaría abierta, y que en la habitación encontraría algo con qué golpearle. Sus sospechas se cristalizaron en certezas cuando, varios días después de estar archivado el caso, vio cómo la viuda visitaba con nocturnidad al doctor Marañón, se levantaba de su silla de ruedas, desentumecía las piernas con unos saltitos y se besaban como si no hubiera un mañana.
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