Antes de la reunión de antiguos alumnos, el cerebro de Fabián trataba de repasar los nombres y las caras de algunos en los que no había pensado en 25 años; sus hormonas gritaban el nombre de Catalina.
En el instituto, Catalina fue una Diosa irreverente, una cotorra lista y divina que solía pasarse el día cotilleando del resto de compañeros. Una arpía con glamour a la que amar y odiar al mismo tiempo. Fabián soñaba con yacer sobre ella, a ser posible sin ropa ni ningún otro tipo de obstáculos que le impidiera devorarla.
Así de básico. Así de primitivo.
El instituto terminó y Fabián no pudo cumplir su sueño, borracho de lujuria. Catalina se fue a estudiar y vivir a Barcelona. En todo ese tiempo, a Fabián nunca se le fue del pensamiento calenturiento la figura esbelta y cáustica de Catalina.
Seguro que se ha casado, ha tenido hijos, usa cuatro tallas más de pantalón y ya no habla de la gente con ese descaro, se decía reflexivamente Fabián. Habrá cambiado, como yo, que ahora busco algo más en una relación, no lo estrictamente físico.
Los antiguos compañeros llegaron. Para sorpresa de Fabián, Catalina estaba igual de atractiva. No, ¡lo estaba aún más! Y su nivel de cotilleo se había elevado a la categoría de arte. Fabián sintió cómo su razón dejaba paso a sus hormonas, y volvió a desear devorarla.
Porque la gente, en realidad, no cambia.
Porque somos lo que fuimos. Y somos lo que seremos.
Realizador y guionista.
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