Me atendió en una zapatería, y nunca más volví a mirar al suelo.
De hecho, salí de allí sin saber el color de los zapatos que me había llevado puestos, porque ya sólo sabía volar. Los minutos que habíamos compartido no parecían pertenecer a ese día ni a esta galaxia: mientras ella me sacaba pares de mi talla, yo admiraba la suya y no me sentía impar. Y la vi como una estrella a la que siempre querría buscar.
Ni siquiera recuerdo de qué hablamos, tan sólo su idioma no verbal y el universo de su mirada. A la hora de cobrarme, bajo el horizonte de su sonrisa y nadando en mi mismo mar, la vi anotar algo en una tarjeta que introdujo en mi bolsa, junto con la caja donde había guardado mis zapatos viejos. Ya en la calle, saqué su tarjeta y la leí:
«Hoy es el último día que trabajo aquí. Si quieres volver a verme, esta noche a las 2:30 te espero en la barra del bar Andrómeda».
Hipnotizado sin su mirada, el resto del día floté soñando, visualizando la magia futura desde el escalón anterior a ella. Tanto, que sólo fui capaz de hacer consciente una frase que provenía de mi televisor:
-… y esta noche no olviden cambiar la hora: a las 2 serán las 3.
Las 2:30. Era la cita de mi vida, y habíamos quedado a una hora que nunca iba a llegar. Probablemente, ella no habría recordado que cambiaban la hora, así que supuse que, tras percatarse de su error, se pasaría por el bar antes de las 2 o poco después de las 3. Yo sólo podía dejar pasar el tiempo, pero el tiempo insistía en cederme el paso a mí.
Al fin, llegué al bar a la 1:30, pero ya no era el mismo bar. Al menos su letrero luminoso y estrellado.
-¿Habéis cambiado de nombre? –pregunté al portero antes de entrar.
-Sí, ahora nos llamamos «Vía Láctea» en vez de “Andrómeda». Ya no somos de otra galaxia sino de ésta, para sentirnos más cerca de nuestros clientes –y pareció sonreír o intentarlo.
-Lo que faltaba –me quejé para mis afueras, y en la cara del portero murió la pseudosonrisa que nunca había terminado de nacer.
Dentro alcancé la barra, bebí mis nervios y calmé mi sed.
Cuando el tiempo saltó de repente, de la 1:59 a las 3:00, una gota de sudor acarició mi sien: una voz dulce y femenina me hablaba a mi espalda.
-Perdona… -pero algo fallaba: no llegaba a ser lo bastante dulce-. Hace un par de horas, me dijeron que te entregara esta nota a las 3.
Me giré y descubrí a una camarera tras la barra, pero no era ella.
-¿A mí? Si no nos conocemos, ¿cómo sabes que es para mí?
-Pues espero no equivocarme –puntualizó-: la chica me dijo que era para un hombre atractivo e inquieto, que no parara de mirar la hora pegado a la barra.
-Gracias. Por lo de atractivo –y cogí la nueva nota.
Las luces sobre la barra iluminaban sonrisas falsas, bebidas adulteradas y las palabras que leí:
«Ahora siempre habrá sido exactamente como nos lo habíamos imaginado».
Y tal vez era cierto: nuestra cita había sido en otra galaxia, a una hora que no existía, tan lejos de este mundo que tuvo que ser real.
Como digo, desde ese día me dedico a mirar las estrellas…

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