Marita pertenece a lo más granado de la pequeña burguesía de la ciudad. El día en que decidí entrar en su casa para conocer a sus octogenarios padres pensé que lo que más les molestaría sería que yo fuera divorciado y tuviera tres hijos, o mi adicción a la coca –aunque esto pensaba obviarlo mientras fuera posible–, pero en seguida se mostraron sinceramente interesados en conocer a los niños. Me hicieron todo tipo de preguntas sobre mi vida, todas ellas en un tono desenfadado y cordial, aunque dejaron siempre claro que si Marita me quería, ellos también lo harían.
Sin duda –pensé– Marita había exagerado con respecto a la indulgencia de unos padres conservadores y sensibles a la opinión de la sociedad exquisita con la que se codeaban. Si no hubiera extraviado el tirito que llevaba en el bolsillo de la chaqueta me habría ido al baño a celebrarlo en majestuosa soledad.
Uno por uno, fueron llamando a sus amigos y familiares, convirtiendo el salón en una insólita congregación masiva en la que todos se miraban extrañados, sin saber qué hacían allí con tanta gente. Una hora después, ante los ojos atónitos de todos, mis futuros suegros ya se habían subido a la mesa, semidesnudos y sudorosos, a hacer esgrima con dos palos de selfie arrebatados coléricamente los nietos.
Al día siguiente, Marita me confesaba habérsele ido la mano con el sobrecito de mi chaqueta al ponerlo en sus Martinis. Ella –confesó– sólo quería que me aceptaran en la familia.
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