Llevaba meses mirándose al espejo con detenimiento cada mañana y comprobando que el hombre que aparecía reflejado, no era él. Lo hacía con tanta frecuencia que comenzó a dudar cuál de las dos personas era, si el señor septuagenario de barba blanca, o el lozano y enérgico veinteañero de cabello negro.
Vamos a ver –decía–, si no soy capaz de reconocerme ni yo mismo es que las neuronas me patinan y seguramente soy el señor mayor. No es que esté mal tener setenta y pico, sino que no tengo recuerdos en la memoria que justifiquen una vida tan larga.
A ver si voy a ser el joven... Por lo de los pocos recuerdos, digo. Además, si soy capaz de llevar a cabo este razonamiento, jodido del todo no debo estar. Sí, voy a ser el joven. Me siento joven. Pero es que el viejo me es familiar; tiene unos rasgos muy míos.
Se inclinó sobre el lavabo y se lavó la cara con cierta desgana. El agua fría le espabiló y al incorporarse de nuevo vio en el espejo con total claridad de qué hombre se trataba: el de 45. El joven correspondía al tipo de hombre que había sido y que quería seguir siendo –el deseo–; el viejo era el hombre en que se estaba convirtiendo a pasos lentos pero seguros –el miedo–.
Y así, atrapado entre el miedo y el deseo, salió a la calle dispuesto a actuar como lo que era: un joven de setenta y pico.
Canción: “Time”, de Tom Waits


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