Mientras esperaba su turno en la peluquería para cortarse el pelo, Rubén no podía quitarse de la cabeza lo ocurrido el fin de semana. Puede incluso que el pelo fuera una metáfora de aquello de lo que quería desprenderse; una experiencia satisfactoria y a la vez traumática.
Días antes, Virginia, su mujer, le había avisado de que el fin de semana lo pasaría en una casita rural con unas amigas de la Facultad.
–Una de chicas, ya sabes –le dijo exactamente.
Para Rubén, aquella noticia suponía la confirmación de sus sospechas: Virginia se la pegaba con otro. Así que decidió camuflar en la funda del móvil de su mujer un diminuto micrófono, adquirido esa semana en la simpática Tienda del Espía. A través del dispositivo, podría oír todo lo que su mujer hablara durante el viaje, y así tener pruebas del adulterio.
Para su sorpresa, Virginia viajó con las amigas. Pero siguió adelante con el plan porque, sin duda, ella les hablaría de su affaire con todo detalle. Sin embargo, las anécdotas de la carrera, los defectos de los hombres (en general) y la ropa fueron los temas protagonistas durante los dos días, prácticamente con sus dos noches. Ni una palabra de cuernos. De hecho, se desprendía que no los había. Cuarenta horas de conversación femenina a través de un auricular. De cinco chicas. Cinco.
Aún noqueado por la experiencia, llegó el turno de Rubén en la peluquería.
–Buenos días, caballero. ¿Cómo quiere que le corte el pelo?
–En silencio.
Realizador y guionista.
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