Cuando Íñigo entró cabizbajo en casa le sorprendió un silencio excesivo. Normalmente, Nuria solía trajinar con mil cosas al llegar de su trabajo. Al entrar en el salón se sobrecogió por lo hierático de la figura de su mujer en el sofá, por la mirada límpida pero evadida y, sobre todo, por el Predictor que reposaba sobre la mesa con las dos rayitas bien marcadas.
–¿No es suficiente con esto? –preguntó Íñigo sin apartar la vista del Predictor.
–No lo vas a entender nunca –sentenció ella–. Tú no has sentido una fuerza en tu interior tan poderosa.
–Lo dices porque aún no has tenido al bebé. Es imposible que entonces pienses lo mismo…
–No es un pensamiento –le cortó Nuria–, es una energía incontrolable. ¡Es fuego!
Íñigo cogió el Predictor y se sentó junto a Nuria, intentando buscar un argumento que debilitara mínimamente la coraza de una mujer renunciando a su maternidad.
–¿Qué clase de fuerza interior deja a un niño sin madre?
–Sabrás cuidarlo bien. Y encontrarás a una buena mujer…
Al oír eso, Íñigo se levantó como un resorte respirando hondamente, quizá compulsivamente.
–¡No quiero estar con otra mujer! ¿Es que no lo entiendes? Quiero que mi hijo tenga una madre, ¡y que esa madre seas tú!
Nuria se refugió de nuevo en su silencio. Luego se dirigió con sigilo a su habitación –la de invitados– a rezar para que pasaran pronto los siete meses y medio que le quedaban para comenzar su noviciado.
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