Le vi tras el pistoletazo de salida. Era Santi. Sí, era él.
Corríamos una carrera popular; una de esas patrocinadas por una marca de calzado deportivo. Cuando me puse a unos metros detrás de él recordé cómo le odiaba cuando éramos jóvenes: él y Jaime, su mejor amigo, siempre andaban con Marina, la persona a la que más he deseado en silencio de mi vida. En silencio.
Santi era mucho más guapo y más maduro que yo. Él y Jaime sabían qué tenían que decir y qué hacer para atraer a las chicas guapas del instituto, especialmente a Marina. Yo no tenía nada que hacer frente a ellos: cuando Santi agarraba a Marina y la envolvía en sus brazos mientras reían yo, simplemente, solía bajar la cabeza y me iba con mis amigos –pandilla de frikis– a simular que todo iba bien.
Mis padres se mudaron de ciudad y les perdí la pista sin haberme atrevido a decir nada a Marina: se hubiera descojonado de mí, y luego se lo habría contado a Santi mientras él y Jaime también se partían de la risa.
Pero ahora estábamos ahí, en la carrera. Seguro que Marina ahora era su mujer y estaría esperándole en la meta para besarle y abrazarle. Así que decidí acelerar y llegar antes para que ella viera que, al menos en eso, yo era mejor que él.
Lo conseguí. Él llegó después y, como yo esperaba, fue abrazado y besado por su amor: …Jaime.
Maldito silencio. Maldito silencio.