Hacía cuatro años que Julián había enviudado. Entonces, Rita, su hija, sólo tenía diez y, desde aquel momento, se había distanciado gradualmente de su padre. Julián no quiso atajar lo que en un primer momento parecía un acceso de rebeldía de Rita contra la vida, por haberse llevado a su madre. Cuando se vino a dar cuenta, Rita, ya con catorce, se levantó una mañana de verano sudorosa, con cara de zombi y una camiseta de manga larga. Qué calor, pensó Julián, no sé cómo lo soporta. Y un brote de culpabilidad lo invadió al pensar que llevaba demasiado tiempo sin hablar con ella, más allá de qué comerían ese fin de semana o qué notas sacaba en el colegio.
Como respondiendo a una llamada urgente de su conciencia, Julián decidió esa mañana seguirla. Objetivo: saber qué cosas hacía, con quién iba, cuáles eran sus intereses. Así, uno de esos días, como quien no quiere la cosa, podrían sentarse a hablar de algo que a ella le apeteciera, incluso hacer planes juntos, para variar. Le sorprendió las prisas con las que su hija andaba por la ciudad, obstinada, mirando al frente, con pasos cortos pero rápidos, los brazos cruzados en el vientre.
Julián no se perdonó –ni en ese momento ni nunca– cuando llegó hasta el edificio en ruinas del antiguo hospital y, al ver a que Rita tardaba en salir de un lugar tan siniestro, la encontró tendida en el suelo, aún con la jeringuilla colgando de su brazo.
Realizador y guionista.
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