A Alvarete no le pasará como a mí, pensaba Samuel; debe estar bien preparado para el futuro.
Cada tarde, padre e hijo se sentaban a hacer deberes. Cuando había. Cuando no, Samuel proponía al crío repasar materias de las horas extraescolares o intentar avanzar en las asignaturas del cole, para tenerlo mirado cuando el maestro impartiera esos contenidos.
Al mes y medio del comienzo del curso, Alvarete comenzó a despistarse con demasiada frecuencia, lo que provocaba el enfado de Samuel. A los despistes siguieron unos vómitos –que él atribuía al típico virus estomacal cazado en el cole– y unas lagrimas sin aparente explicación.
–Alvarete, ¿se puede saber por qué lloras?
El niño sólo se encogía de hombros.
–Céntrate o te voy a dar para que llores con motivo.
Eso le decía Samuel antes de llegar a la conclusión de que el niño le había salido un flojo.
Como la situación no cesaba, Samuel decidió llevar al niño al pediatra.
Después de explorar a Alvarete, el pediatra reflexionó.
–¿Es serio, doctor?
–Mucho.
El pediatra pidió a Samuel que esperara en la consulta mientras él salía con el niño a la calle. Bajaron a un parque que se veía desde la consulta. Durante unos cuarenta minutos, Samuel vio cómo ambos no pararon de jugar.
Al volver, la cara y el ánimo del crío habían cambiado por completo. Entre padre y médico no fueron necesarias más explicaciones.
Samuel volvió a casa pensando que era él quien debía estar bien preparado para el presente.

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A veces, los árboles no dejan ver el bosque.
Muy cierto, Pedro!