Termina el centrifugado. Serafín se acerca con desgana y un barreño. Se ha cumplido un año desde que decidieron que él haría las tareas del hogar. Volver a la investigación es una utopía y Lidia, su mujer, pudo encontrar un trabajo tras la formación de Marketing online.
Su enorme mano saca media colada en el primer intento. Se evade tanto de una situación así que hay prendas de ropa propias que no reconoce. Coño, como que esta camiseta no es mía, advierte. Pero –oh casualidad– la reconoce: es como la que llevaba el compañero de trabajo de Lidia en la foto de equipo de la playa que la empresa publicó en la web, tras el encuentro comercial en Barcelona.
Conque es eso, Lidia y ese tío… Él se la debió dejar en la habitación de ella. Ella la echaría a la bolsa de la ropa sucia, mezclada entre su propia ropa.
Un acceso de ira le acelera el corazón y le empuja a cerrar de un manotazo la puerta de carga de la lavadora. Algo hierve en su estómago y piensa montar un buen pollo.
Entonces se acuerda de alguno de sus viajes de trabajo. Se acuerda de aquella vez con Sonia. Y con Laura. Y con Sonia y Laura a la vez. Y de que no tiene ni ahorros ni donde caerse muerto. Puede que no sea justo mandarlo todo a la mierda, piensa. Aunque algo habrá que hablar.
O no.
Serafín sale a tender. Incluida la camiseta extraña.

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