–Ya estamos todas, sólo faltas tú –dijo Virginia, con esa sonrisa aparentemente cómplice y contagiosa, aderezada con unos tonos de burla que no se molestaba en disimular.
Y la que faltaba era yo, aunque estuviera presente. En esa mesa alargada nos habíamos reunido las chicas, las amigas de toda la vida, para ponernos al día, comernos la noche y nutrirnos a base de exóticas ensaladas, platos minimalistas regados con vino tinto, y pequeños postres de chocolate. Tocaba salida femenina, lo cual era un acontecimiento para todas excepto para mí. Porque yo era la única que permanecía soltera, sin hijos ni hipoteca; y no dejaban de recordármelo con sus lecciones de superioridad, de convertirme en el centro no geométrico ni deseado de la mesa. Ahora le tocaba el turno a Rosa:
-Si no maduras ya, se te va a pasar el arroz, que ya casi nos acercamos a los 40…
–Pero si yo estoy bien así –me defendí, con timidez y esa frase que ellas no podían o no querían creer, porque en el fondo sus subconscientes envidiaban mi valentía y evitaban aceptar que también se podía ser feliz de otra manera, que no estaba todo escrito, que podíamos escribirlo nosotras.
-¡Tú qué vas a estar bien! –negó Virginia, que por lo visto creía vivir dentro de mi mente-. Haces lo que quieres, pero te vas a sentir muy sola, y cuando te quieras dar cuenta ya no tendrá remedio. Mirad la mesa de al lado: serán unos 5 años mayores que nosotras, también son todas mujeres… Deben de haber salido como nosotras, en el mismo plan sin sus parejas, y se las ve la mar de felices, seguramente tras 10 años de matrimonio. Porque la existencia está hecha de fases, y no hay más remedio que pasar por todas para conseguir una vida plena.
–Pues yo de momento tengo que pasar por el aseo –me excusé.
¿Y si tenían razón a pesar de todo? ¿Me arrepentiría algún día de mi elección vital? Las mujeres de la mesa de al lado parecían representarnos a nosotras en el futuro, y sonreían tanto… Desde la cola del servicio podía oírlas reír, y me preguntaba por qué. Una de ellas me dio la respuesta sin saberlo, porque en realidad le hablaba a una de sus compañeras de mesa:
–Pero mi niña… Ya sólo faltas tú. Estamos todas separadas y viviendo como nos da la gana, con libertad, independencia y tranquilidad; y sin tener que dar explicaciones a nadie. A ver cuándo das el paso tú también y te atreves a disfrutar de la verdadera felicidad no impuesta…
Cuando volví a mi mesa, era yo quien sonreía. Y eso que, paradójicamente, allí sólo sobraba yo…

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