Al entrar a la cocina tras llevar a los niños al colegio se sintió desubicado por enésima vez. Nunca se le pasó por la cabeza que su paro se fuera a alargar dos años y medio.
Maldita crisis.
Tampoco se imaginó que su cotidianidad se llegara a transformar en algo tan femenino como las labores del hogar. El agotamiento del subsidio y los sesenta mil eurazos de su mujer eran argumentos incontestables; la hombría de Charly hacía aguas en un mundo supuestamente pensado para que prohombres como él llevaran las riendas, fielmente asistidos por escuderos del sexo opuesto.
Para colmo dormía mal por unas molestias en salva sea la parte que, además, le impedían mear con la decisión y la bravura de un perfecto ejemplar macho de su especie.
Malditos cuarenta años.
Charly, lejos de comunicar a su esposa los desajustes de su próstata atolondrada, trató de disimularlo y reafirmarse en su pedigrí proponiendo esforzadas actividades sexuales nocturnas que, casi siempre, debía interrumpir por la disfunción de su ibérico miembro. Él lo atribuía a las preocupaciones relativas al desempleo; su mujer, la de los sesenta mil del ala, a su estupidez.
Cuando Charly entró a la consulta, el facultativo que le practicó el procedente tacto rectal se llamaba Irene y tenía 35 años. En el momento en que Charly sentía los dedos de la doctora entrar en su cuerpo, en el hilo musical de la clínica comenzaba una canción de James Brown titulada This is a man’s world.
Maldita ironía.
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