Cuando entré en la habitación mi padre ya no podía hablar, pero clavó su mirada en mí con un infantil gesto de esperanza. Su tiempo se acababa y, con él, un sueño incumplido del que nunca se pudo desprender: ser astronauta.
Sí, mi padre soñó con navegar rumbo a la luna, surcar el espacio estelar, maravillado por la inmensidad del infinito. De hecho, no le hubiera importado morir de esa manera: ingrávido y a la deriva en un cóctel de estrellas y oscuridad.
Su formación académica y su preparación física fueron más que suficientes para conseguirlo; su estancia en la Universidad de Austin, Texas, le permitió darse a conocer entre los científicos preeminentes en la época de la conquista espacial. Todo estaba de su parte.
Pero entonces nací yo, y antepuso que su hijo no se quedara huérfano a su sueño vital.
Aquello marcó también mi destino porque acabé licenciándome en Ciencias Físicas y trabajando en la Agencia Espacial Europea.
Ahora, el hombre que había renunciado a todo por mí, yacía moribundo e inquieto.
–Parece que quiere decirte algo –susurró mi madre.
Yo tardé sólo unos segundos en averiguar qué quería y, en el mayor gesto de complicidad entre ambos, asentí y, sin decir nada, puse en el reproductor de CDs su canción favorita: Fly me to the Moon, de Sinatra.
Entonces, ya calmado, sonrió y murió en paz, seguro de que yo lanzaría una sonda con sus cenizas, programada para verterlas en el cóctel infinito de estrellas y oscuridad.