A Serafín le encantaban los cómics de súper héroes, aunque ya en el instituto se acostumbró a no airearlo mucho por miedo a ser tachado de friki.
Serafín odiaba el carnaval.
Ese domingo de febrero, para la fiesta de disfraces, decidió vestirse de Capitán América. Nadie sospecharía lo cómodo que se sentiría de esa guisa. Como también le encantaba la música de cine –algo que nunca hizo público por no dar una sensación de no tener los pies en la tierra– se instaló un dispositivo que emitía unas notas de John Williams cuando levantaba el puño y gritaba «¡¡Capitán América!!»
Odiaba visceral y desmedidamente el carnaval.
Serafín se sintió más él que nunca, rodeado de aquellos elementos e iconos que amaba tan ocultamente. La fiesta se le pasó en un tris, mezclado entre cientos de personas que fingían ser vampiros, ratitas presumidas, tortugas ninja o zombies. La marabunta garantizaba su anonimato.
Odiaba el carnaval.
Despertó el lunes impregnado de desencanto y resaca. Se puso el traje de ejecutivo adecuado para ofrecer una imagen de seriedad y eficiencia; esa mañana tenía comité ejecutivo del partido, con el único punto en el orden del día de establecer los argumentos de defensa de un plan municipal de limpieza en el que no creía, junto a unos compañeros de los que desconfiaba y que arropaban a un líder del partido lacrado de incompetencia,de codicia y de corrupción.
Salió de su casa dispuesto a empezar el verdadero carnaval de su vida, ese que tanto odiaba.
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