Lo que no hagas a los treinta o a los cuarenta no lo haces a los cincuenta.
A Felipe le retumbaba últimamente esa frase lapidaria que su padre le soltó unos meses antes de morir. Pensó que la cantinela se debía a que sólo le faltaban dos para llegar a los cincuenta, y atrás estaba quedando su proyecto de ser escritor.
Pero pronto llegó a la conclusión de que, con demasiada frecuencia, sentía que ese sueño le acompañaba ya sólo por inercia, porque formaban parte más de su discurso que de sus acciones o sus logros. A menudo se descubría inmerso en ensoñaciones de vanagloria, recogiendo el Premio Planeta u ofreciendo amablemente ruedas de prensa. Otras veces, directamente, soñaba despierto con algún golpe de suerte desmedido que le propiciara la comodidad y el estatus que tendría un escritor de best sellers.
Los delirios ocupaban ya más tiempo que su motivación, y mucho más aún que sus intentos de escribir. Felipe se había convertido en un perfecto iluso.
Tras la alarma que le produjo reconocer su decepcionante realidad, le vinieron a la mente imágenes de personas cercanas o de cosas prosaicas que formaban parte de su vida cotidiana: por ejemplo, su familia y la panadería que había fundado como sustento de todos.
Entonces se perdonó a sí mismo, sintiendo un profundo y liberador alivio.
Así recuperó su sueño con más fuerza y se prometió demostrar que para todas las reglas –incluida la proclamada por su padre– siempre hay una feliz excepción.
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