Ana, mi esposa, fue brutalmente asesinada por un delincuente común que, a su vez, fue tiroteado por los policías que consiguieron darle caza una hora después. Las siguientes semanas fueron una lucha constante contra mi instinto de quitarme la vida, una vida amortizada y carente de sentido.
Al poco tiempo se instaló en la ciudad Virginia, la hermana de Ana. Había estado estudiando en Estados Unidos concienzudamente para hacerse cargo de los negocios de mi suegro, ahora con más motivo pues, tras la muerte de Ana, del hombre valiente y emprendedor ya sólo quedaba la silueta. Fue haciéndose con las riendas de la empresa y consiguió llevar a buen puerto la mayoría de proyectos que su padre había dejado inacabados.
Además siempre estuvo pendiente de mi evolución. Sus atenciones se convirtieron en algo frecuente y, por qué no decirlo, deseado por mí. Había llegado en el momento oportuno y de la forma más adecuada. Del agradecimiento pasé a la admiración, y de ahí al amor sólo había dos estaciones. Dos años después nos casamos.
Enamorado de nuevo, por su trigésimo cumpleaños quise organizarle una fiesta sorpresa. Uno a uno fui llamando a los escasos números de amistades que tenía en su agenda. Hasta que llegué a un número suelto, sin nombre. Llamé.
–¿Virginia Díaz? No sé de quién me habla –me respondió una señora mayor con voz rota.
–¿Tiene usted algún hijo o hija de unos treinta?
–Lo tenía, hasta que esos policías hijos de puta lo cosieron a balazos.
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