La noche y yo caminábamos solas, abandonadas.
El invierno y el vacío ocupaban la playa, y yo paseaba descalza sobre la arena mojada, ignorando casi todo el frío que me latía por dentro. El sonido del mar era la única melodía que no me sonaba artificial.
Ninguna de mis amigas tenía ya tiempo para mí, todo eran grupos de WhatsApp en los que se compartían decenas de cotilleos por semana. Eso había acabado sustituyendo nuestras salidas de chicas. Y luego estaba él.
Me enamoró su inteligencia, pero con el tiempo la acabó utilizando menos, como una vieja aplicación que nunca supo actualizar. Se enganchó a la videoconsola, olvidando nuestras noches de vinos y los brindis ingeniosos que se le ocurrían al mirarme. Y la guitarra que prendía con esos dedos tan delicados. Su brillante inspiración acabó sepultada bajo la arena de la tecnología.
Arena… Hubo un tiempo en que a él y a mí nos fascinaban los relojes de arena, incluso nos regalamos algunos. Y nos marcaban el tiempo en nuestros viejos juegos de mesa, que se erigían en 3 dimensiones en lugar de mostrarse tras una fría pantalla. Los granos de arena caían lentamente, mostrando la levedad del tiempo hasta la agonía del último instante.
Pues él, en mitad de mi ingenua esperanza de rescatar su antigua esencia, me acababa de dejar. Y por supuesto, lo había hecho a través de una pantalla.
Intentando salir de mis pensamientos, miré hacia atrás, y la arena mostró mis huellas. ¿Podría dejarlas en algún sitio más? ¿Alguien se acordaría de mí? Tras el mar, el horizonte sí parecía llamarme…
Del bolsillo de mi pantalón, saqué mi teléfono móvil y lo dejé sobre una roca. Necesitaba un abrazo, pero nadie acudiría por más que tirara de mis contactos. Tan sólo el mar querría rodearme…
Cuando di mi primer paso, algo me detuvo: la melodía de mi móvil intentaba llamar mi atención. Al acercarme retrocediendo, me di cuenta de que me estaba comportando como ellos, como todos ellos… pero el teléfono ya estaba en mis manos.
En lugar de consultar quién me estaba llamando, volví a mirar al mar, que me ofrecía su abrazo. Pero tampoco acudí a su encuentro, a su llamada perdida en la noche encontrada.
Lancé mi dispositivo lo más lejos que pude, y al sumergirse en el agua sonó como una piedra que jamás volvería. Me di media vuelta y me abracé a mi propia vida, que también me llamaba esperando respuesta.

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