El «Metropolitan Opera House» de Nueva York está considerado por los entendidos como el templo de la Ópera contemporánea. En 1972, Pavarotti, en su debut en la plaza consiguió, vestido de soldadito, cantar nueve do de pecho seguidos en el aria introductoria de «La fille du regiment», de Gaetano Donizetti. Para algunos, considerada el Monte Everest de los tenores por su complejidad y exigencia sin apenas haber calentado la voz.
El tenor de Módena, pletórico de confianza, consiguió diecisiete llamadas al telón tras la citada actuación. Ostenta un récord aún vigente, entre otros, como una sonora ovación de una hora y siete minutos.
Para algunos fue un divo lleno de manías y supersticiones. Dato éste último confirmado incluso por él mismo, si bien, cada una de estas manías le proporcionaba una cierta estabilidad y criterio.
Para atraer la buena suerte y garantizarse el éxito en sus do de pecho se valía de un clavo doblado en su bolsillo. Pero no un clavo cualquiera, debía ser uno del escenario o de los alrededores de la actuación. Se cuenta que para que no se cancelara la función sus ayudantes colocaban estratégicamente algunos para que el propio Pavarotti los encontrara en su camino del escenario al camerino.
Nunca viajaba los viernes 13, se hospedaba en los mismos hoteles y en la misma habitación cuando era posible y se empeñaba en cocinarse su propia comida.

Sin embargo, el más famoso de sus talismanes fue su sempiterno pañuelo blanco en la mano izquierda. Lo introdujo por primera vez en un concierto en Missouri a principios de los 70. La idea inicial era poder secarse en el caso de que transpirara mucho como consecuencia de los nervios y de un incipiente constipado. La cuestión es que, además de poder secarse el sudor, se sintió “acompañado” y lo asoció a su buena suerte. Desde entonces se convirtió en su compañero inseparable.
Posteriormente explicó que lo usaba como un mecanismo para evitar que gesticulara menos con sus manos; “manteniendo el pañuelo me centro en un punto. Es mi centro de seguridad mientras estoy en el escenario”, “es un inocuo y útil calmante”, afirmaba en entrevistas cuando se le preguntaba al respecto.
Sin embargo, desde un punto de vista más analítico, Pavarotti fue un adelantado a su época. Un visionario del marketing y de la marca personal que supo diferenciarse del resto.
Pavarotti se hizo famoso por popularizar la ópera, ayudado en parte por su tirón televisivo y carisma entre las masas. En parte por saber vender esa imagen única y tan cercana. Barba frondosa, eterna sonrisa, enfundado en un frac con su oronda figura, una bufanda y su inseparable pañuelo blanco en la mano izquierda entre otras “manías”.
Es curioso como apenas unos gramos de tela podían equilibrar a un gigante de 1,90 y que llegó a alcanzar 135 Kg de peso. Personalmente, me gusta pensar en el pañuelo como la vela de un barco que guiaba y mantenía su portentosa voz en rumbo allá donde fuera.
Tal es el caso, que hasta el resto de Tenores; Placido Domingo y José Carreras, le permitían esta excentricidad conscientes quizás de que sin la “vela” esa voz prodigiosa no movería ese “barco” a su destino. Aumentado por otra parte el mito y su diferenciación.
La moraleja que subyace del pañuelo de Pavarotti es que todos podemos encontrar nuestro propio equilibrio. Y si no se puede de forma natural, bienvenidos sean los fetiches o anclajes que nos lo proporcionen.
Además, bien enfocados y sin patologías, nos permiten diferenciarnos del resto y ganar visibilidad. Al fin y al cabo todos tenemos alguna “manía o talismán” en determinadas facetas de nuestra vida. ¿Verdad?
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