El primer domingo de noviembre de 2009, cuando crucé la meta en Central Park, juré que jamás volvería a corre un maratón.
Acaba de terminar de correr 42 kilómetros (y 195 metros) por las calles de Nueva York, fue un día de intensas emociones que jamás olvidaré, pero el tremendo esfuerzo y el sufrimiento no me hacían concebir una razón para volver a embarcar en esta legendaria prueba atlética.
Y heme aquí, cinco años después, el primer domingo de noviembre de 2014, faltando a mi palabra y con un dorsal en el pecho que acredita que voy a participar en el maratón de Nueva York por segunda vez. De nuevo recorreré unas calles que en los dos primeros tercios están completamente alejadas de las habituales rutas turísticas por la ciudad. Cruzaré sus puentes acompañado de un silencio roto tan sólo por los jadeos y las pisadas de los 55.000 compañeros que tendré esta mañana. El viento, el frío viento que precede la tormenta de nieve que llegará en unos días me empujará desde todos los lados en Verrazano, me helará el sudor mientras cruzo el barrio de Brooklyn y hará que a pesar del sol que nos acompañará durante toda la mañana no sea hasta casi la mitad de la carrera que me desprenda del jersey que llevo sobre la camiseta de mi equipo
En aquella primera ocasión yo era uno más de una iniciativa, Caravaca es la Meta, que nos llevó a cincuenta corredores a vivir un sueño al trotar por los cinco barrios de la ciudad que nunca duerme. En esta segunda oportunidad he sido yo quien ha iniciado el proyecto, bajo la denominación de NYC2014M, ayudado por buenos amigos (gracias Javi, gracias Nacho) embarcando a treinta corredores y sus acompañantes en esta aventura, contagiados tal vez de mi entusiasmo al contarles mi experiencia. Hasta esta mañana ellos sólo intuyen lo que están a punto de vivir, pero dentro de unas horas su vida habrá cambiado para siempre. Esta carrera les cambiará la vida, esta ciudad les cambiará la vida. Correr un maratón en Nueva York les cambiará la vida.
Al principio no serán conscientes de que cruzar el puente de Verrazano, castigado por el gélido viento de esta mañana (cero grados de temperatura, sesentaycinco kilómetros por hora, sensación térmica de nueve grados bajo cero) hará que no se den cuenta de que al dejarlo atrás habrán completado los primeros dos kilómetros de la carrera. Ya sólo les quedarán por delante cuarenta kilómetros (y 195 metros). A continuación el hecho de seguir rodeados de miles de corredores sin duda les hará sentirse impelidos a correr con brío pero deberán concentrarse en no mantener un ritmo demasiado elevado que pueda hacerles perder fuerzas. Recorrer los primeros kilómetros por Brooklyn no resulta especialmente atractivo aquitectonicamente hablando, los primeros compases de la carrera nos permiten conocer unos suburbios que de otra forma un turista no llegaría a conocer.
Tendremos que esperar hasta llegar a Queens para que los primeros grupos de espectadores que nos han animado esta fría mañana comiencen a convertirse en multitudes que nos animan incesantemente, que corean nuestro nombre o nuestro apellido (si hemos tenido la precaución de inscribirlo en nuestra camiseta) con un candor propio de alguien que realmente nos conociera y quisiera llevarnos en volandas hacia la meta. Mensajes constantes de ánimo y sobre todo pancartas confeccionadas con una cartulina y un rotulador con palabras que nos acompañarán unos minutos, unos kilómetros, unas horas… quizá algunas no las olvidemos nunca.
La avenida Lafayette sorprenderá a mis compañeros con una muchedumbre festiva que dibujará sonrisas en sus labios y hará que por primera vez en la mañana el frío se aleje de sus huesos y se instale en sus corazones al sentir el cariño y el aprecio de una parte importante de los tres millones de espectadores que al día siguiente contabilizará la prensa como asistentes desde las aceras al paso de los maratonianos.
La entrada a Manhattan por el puente de Queensborough sin duda supondrá el contraste entre casi un kilómetro de puente cubierto y silencioso (no está permitido el acceso al público en los puentes) con la atronadora algarabía que les espera a los corredores cuando desciendan sobre la Primera Avenida entre la euforia del público. A continuación una calle interminable que durante cinco kilómetros en línea recta les llevará hasta el Bronx entre palabras de aliento, más carteles y pancartas con mensajes motivadores y sobre todo para algunos un momento inolvidable y que les dará las fuerzas que necesitan para continuar el resto de la carrera, ya pasado el ecuador de la misma: el abrazo con la pareja.
Será ese instante en el que como si se tratase de dispositivos electrónicos de última generación, sin necesidad de enchufes, con el mero contacto, de manera inalámbrica, la energía se trasvasará entre los cuerpos y lo que hasta ese momento era sonrisa por el apoyo que infunde el público y disfrute por estar consiguiendo vivir una ilusión se convertirá en plena felicidad y gozo casi infinito que ya no les abandonará hasta cruzar la meta. La intuición que desde hace unas horas se abre paso en su interior a un ritmo similar al que les hace dejar atrás calles y barrios se vislumbra ahora más cerca.
La enorme ciudad de Nueva York, inabarcable, protagonista de fotografías, historias, novelas y películas, es un escenario en el que nos adentramos habitualmente como humildes pasajeros, deambulamos entre sus rascacielos, paseamos por sus avenidas, cruzamos sus puentes y paseamos por sus parques y plazas como anónimos extras de una gran función que se desarrolla ajena a nuestra presencia. Ha estado ahí desde antes de que nuestro ADN tomase forma y seguirá ahí mucho después de que nos convirtamos de nuevo en polvo de estrellas. Nos perdemos entre sus habitantes y turistas, somos uno más, confundidos en la masa, anónimos. Pero todo eso queda tras este día. Todo cambia este día en esta ciudad.
El día del maratón de Nueva York los protagonistas llevamos mallas ajustadas, camiseta sudada, pulsómetro y el corazón con tantas pulsaciones como ilusión. Tres millones de espectadores nos aplauden y vitorean, nos aclaman como héroes, pero hay algo más y así lo descubrirán mis compañeros este año, como yo o descubrí años atrás. La ciudad y sus habitantes te acogen como parte de ellos, este día te conviertes en familia de tres millones de neoyorquinos y como en ese abrazo que recibes de tu pareja, de un familiar que te acompaña o de un buen amigo que se embarca contigo en vivir este reto, así sientes durante toda esta mañana el cariño y la amistad de una ciudad. Pierdes la cuenta de las sonrisas que intercambias con los que te aplauden desde la acera, llevas en tus manos millares de palmas contra las que has chocado los cinco. Hoy ha nacido el neoyorquino que siempre llévate dentro y has tenido un parto con tres millones de comadronas.
Poco a poco descubres que tú mismo formas parte de una corriente multicolor que también sirve de motivación a quienes te motivan a ti en una suerte de retroalimentación continúa. Lo ves en sus caras, lo escuchas en sus voces, lo sientes en sus sonrisas… hoy no corres con auriculares, hoy quieres sentir en todo momento las voces de los neoyorquinos y gracias a eso la mitad de la carrera la haces sonriendo y la otra mitad añadiendo a esa sonrisa lágrimas, lágrimas de emoción.
A lo largo de toda la mañana te han transmitido tanto con sólo unas pancartas… «Querido desconocido: durante los próximos 30 segundos soy tu mayor fan en el planeta», «¿Quieres saber qué aspecto tienen la motivación? (y adjunta un pequeño espejo para que veas tu propia cada reflejada)». Hay uno que lees justo cuando tras bordear el parque Marcus Garvey embocas la Quinta Avenida que te infunde fuerzas de flaqueza: «El dolor es sólo el sonido que hace la debilidad al abandonar tu cuerpo».
Tras ser acogido por la bienvenida musical del Bronx (que destaca incluso cuando ya has pasado ante un centenar de grupos y bandas musicales que trufan el recorrido) y cuando dejas atrás Harlem y ya enfilas la Quinta Avenida (en el mapa nunca intuiste que tuviese una pendiente tan empinada pero ya te da igual, los tres kilómetros que quedan a estas alturas los correrías aunque fuese de rodillas) te sabes FINISHER, casi parece que notas el peso en tu cuello y en tu pecho de la medalla que así lo acreditará.
Los últimos compases de la carrera, con Central Park envolviéndote, con la muchedumbre que te impulsa los últimos metros quedando atrás, te hacen reencontrarte contigo mismo, casi un momento zen entre la foresta previo a cruzar la pancarta que señala que ya sólo quedan los últimos 195 metros, esos que algunos dicen «podían ponerlos al principio» tras franquear el kilómetro 42.
Y de repente, con una sonrisa en los labios, alzas los brazos al cielo, cruzas la meta, detienes el cronómetro de tu muñeca y el de tu móvil y ya eres FINISHER. Una negra enorme y sonriente te abraza y te coloca la medalla que lucirás orgulloso durante toda la semana. Mientras intentas no pensar en tu cansancio (aunque te sorprende que tu primer maratón te dejase hecho puré y que esta vez, ya tu tercero, tampoco hayas acabado tan perjudicado) te das cuenta de que en el panel publicitario donde te hacen la fotografía oficial de la llegada hay un señor que evidentemente también ha terminado la carrera sólo que completamente vestido con una armadura medieval japonesa. Hay gente pa tó.
Y ahora toca lo peor: recorrer el camino de salida, atravesando un Central Park cerrado sólo para ti, incluso las calles adyacentes, de manera que tus piernas cansadas y tus pies machacados tienen prioridad absola para… bueno, para tampoco encontrar un taxi en casi media hora de paseo con una temperatura que en grados centígrados sólo contabiliza un dígito y tratas de convéncete de que ha sido buena idea no ponerte los pantalones y seguir deambulando por Nueva York con mallas cortas para que el frío te comprima los músculos tras esos 42 kilómetros (y 195 metros) que a estas alturas ya deben ser casi 50 si totalizamos lo que has paseado todo el día.
No se trata de un recorrido turístico al uso, desde luego, pero hoy hay 55.000 personas, entre ellos este grupo de 40 locos que se han dejado convencer por mi, que han descubierto una ciudad tan increíble como Nueva York de una manera reservada a «sólo» 55.000 de entre los millones de viajeros, turistas y ciudadanos. Hoy los corredores han sido protagonistas en vez de espectadores y han visto una ciudad que sólo se muestra así una vez al año. El precio del billete (dorsal, lo llaman) quizá se escapé de los parámetros habituales de las visitas de un sólo día a cualquier ciudad pero ¿qué precio le pones a superar un reto a vivir un sueño? ¿qué precio le pones a tocar el alma de una ciudad?
Es entonces cuando te acuerdas de la inscripción que llevaba en su camiseta un corredor que te adelantó en esta misma carrera hace cinco años: «El maratón de NY me gustó tanto que tuve que correrlo dos veces». Cuánta razón tenías, compañero, cuánta razón tenías. Y lo peor es que cuando no han pasado más que unos segundos del momento en que te han colgado del cuello tu segunda medalla de FINISHER ya estas pensando: «bueno… pues en el 2020 habrá que venir de nuevo para correr el 50 aniversario del maratón de Nueva York, ¿no?».
