El 11 de septiembre de 2001 la Historia cambió y la herida que dejó en la ciudad de Nueva York aún permanece viva con la cicatriz del hueco dejado por las Torres Gemelas.
El lugar que ocupaban aquellas dos inmensas moles especulares de acero y cristal hoy corresponde a dos fuentes donde la eternidad se derrama de manera inabarcable en el flujo de lágrimas que parecen vertidas por el marco de los nombres de las víctimas.
Parapetos donde se ha agrupado a quienes perdieron la vida aquel día en función de dónde se encontraban, si un avión o un edificio o un coche de bomberos. La barandilla que nos protege del abismo enumera con el hueco de los nombres la ausencia de quienes aquel martes nunca volvieron.
La inocencia perdida de una nación que hasta ese momento se sabía invulnerable por estar siempre geográficamente alejada de los focos mundiales de tensión es hoy un memorial visitable que atesora el homenaje a los que faltan con la advertencia de que no deberíamos dejar que algo así vuelva a suceder.
La ciudad que nunca duerme y que nunca cesa de crecer hacia lo alto encontró un nuevo paradigma en el área ahora denominada Zona Cero donde hasta el 11-S (9/11 para los angloparlantes). Se trataba de desescombrar la memoria del icono doble y alumbrar un símbolo que permitiese dar paso a una nueva era.

El Centro Mundial de Comercio (World Trade Center) es la organización que da nombre a buena parte de los edificios de la zona final de la isla de Manhattan, bordeando el Battery y asomada a la confluencia de los ríos East y Hudson. Como si quisieran desafiar la crisis del petróleo que tantas cosas cambió en 1972 se erigieron dos torres gemelas debidas al tablero de dibujo del arquitecto Minoru Yamasaki, convertidas en la cima de la ciudad gracias a sus 417 metros de altura (527 si contamos la antena de comunicaciones de la Torre Norte).
Con una ingeniosa solución arquitectónica consistente en lograr que la propia fachada se convirtiese en elemento autoportante, conectado con una estructura interior, las plantas de ambos edificios aparecían diáfanas, sin ningún muro interno. Sus líneas buscando las alturas hasta confundirse donde la vista se tornaba incapaz de disferenciar las vigas, la altivez de su figura repetida y el erigirse con mucha diferencia sobre el entorno consiguieron convertirlas en un irrepetible icono que permitía identificar al instante el perfil de Nueva York, un skyline inconfundible que durante 27 años (y aun hoy día) simbolizan una ciudad.
Prácticamente desde cualquier punto de Nueva York y de la costa este de Nueva Jersey las Torres Gemelas servían de atalaya referencial hasta que la mañana del 11 de septiembre de 2001 sendos aviones se estrellaron contra ambas, provocando unos dantescos incendios con el combustible que portaban hasta fundir literalmente la estructura y provocar su derrumbamiento.
El mundo asistía en directo al suceso que probablemente los libros de Historia etiquetarán como el inicio del S. XXI y la ciudad de Nueva York quedaba marcada, sus ciudadanos quedaban marcados. Nada volvió a ser igual.
Hoy, el Memorial del 11-S sirve de homenaje a la memoria de los que aquel día perecieron como consecuencia directa del ataque terrorista, bien por encontrarse en alguno de los edificios, bien por ser pasajeros de los aviones pero también a los integrantes de los cuerpos de policía y bomberos así como a los sanitarios que inmediatamente acudieron a socorrer a quienes lo necesitaban.
Recorrer Nueva York y pasar por alguno de los múltiples cuarteles de bomberos que cuajan la ciudad supone asistir a un muestrario de placas de homenaje a compañeros caídos ese día. Es raro el retén que no perdió a alguno de sus componentes e incluso algunos, como el más cercano a las Torres, practicamente perdió a todos sus miembros, como atestiguan sus rostros labrados en bronce en la pared junto a la puerta por donde sale el coche de bomberos.
Ahora, a la sombra de la Torre de la Libertad, que simbólicamente alcanza una altura de 1.776 pies (guarismo que coincide con el año de la Independencia de Estados Unidos, equivale a 541 metros) el lugar exacto que ocupaban las Torres Gemelas son dos fuentes del mismo perímetro que los edificios desaparecidos.
El pretil lo constituye una plancha en la que pueden leerse los nombres de quienes perdieron la vida aquel día y el visitante puede comprobar acuda cuando acuda que siempre hay alguno de los nombres junto al que hay una rosa de color blanco. Esa rosa se coloca en el nombre de la víctima en el día de su cumpleaños. Resulta difícil no conmoverse al pasear la mirada por esas interminables hileras de nombres y comprobar cuántos años dejan de cumplirse cada día.

Continuamente una cascada de agua se precipita hacia el interior del recuadro que un día acogió un edificio lleno de vida en una primera caída casi hipnótica. El estanque interior, más abajo, termina en un segundo recuadro, coincidente con la estructura interna del antiguo edificio, por donde el agua vuelve a precipitarse ya fuera de nuestra vista. La sensación de vacío es ineludible.
En la parte norte se erige ya la Torre de la Libertad obra del arquitecto Daniel Liebeskind y junto a los estanques el edificio del Memorial 9/11 así como la iglesia obra del español Santiago Calatrava. Alrededor, un bosque de 400 robles trasplantados desde diversas zonas en un área de 500 millas alrededor de Nueva York sirven de compañía a un humilde roble, protegido con una barandilla y sustentado por diversos tensores, que sobrevivió milagrosamente a los derrumbamientos de los edificios de la zona. El Departamento de Parques y Jardines de la ciudad logró mantenerlo con vida y hoy se yergue no muy lejos de donde un día proporcionó sombra como mudo testimonio de la resistencia.
Deambular por la Zona Cero nos puede permitir también saludar a uno de los representantes de otro esforzado colectivo que el 11-S y días posteriores se entregó hasta el límite: los perros.
Como medida de seguridad miembros de la unidad canina recorren el área y son muchos los niños (y no tan niños) que saludan y acarician a los canes. Su acompañante humano puede contaros algo que, más allá de las reiteradas e imaginables tragedias humanas que podemos asociar a aquellos fatídicos días, nos hará comprender cuánta realidad hay en ese lugar común de referirnos a los perros como “el mejor amigo el hombre”.

Como en otras ocasiones en las que se producen derrumbes, las unidades caninas acudieron a la Zona Cero en cuanto fue posible para ayudar a detectar dónde podía encontrarse atrapada alguna víctima. Conforme pasaban las horas y los días se fue haciendo más difícil encontrarles con vida. Alguno de los acompañantes humanos de estas patrullas caninas detectó algo que comenzó a suceder con los perros conforme dejaban de hallar supervivientes: estaban sufriendo estrés. Los perros se mostraban inquietos y nerviosos y la razón era muy sencilla: se estaban esforzando al máximo pero sus rastreos no obtenían resultado. Literalmente estaban sufriendo porque ya no encontraban supervivientes.
Se decidió aprovechar los cambios de turno para pedir a voluntarios que se situasen en lugares no peligrosos, entre los escombros, para que los perros de las unidades caninas de rescate pudieran encontrar a “supervivientes” y dejasen de sufrir por sentirse inútiles.
Esos días hasta los perros demostraron ser capaces de esforzarse más allá de lo tolerable con tal de socorrer a quienes sufrieron el ataque del terror.
Hoy resulta difícil atravesar la Zona Cero sin conmoverse por la brutalidad de un ataque que, probablemente, también muchos han (hemos) interiorizado y sentido casi como propio debido a que por primera vez en la Historia fuimos capaces de vivir aquel horror en directo a través de la televisión. Conocer de primera mano el lugar de los hechos trae a nuestra memoria sentimental, la que no se guarda en el cerebro sino en el corazón, el dolor, el miedo, el horror de un día que si cambió tantas vidas y cambió la Historia no podía sino dejar una huella imborrable en el corazón de la ciudad donde tuvo lugar.
