Por encima de los muros: por Javier García Moreno

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El niño no podía ya abrir los ojos. No sabía qué pasaba. No podía saberlo porque era demasiado pequeño. Apenas dos años de una vida que se terminaba irremisiblemente. Un niño tan pequeño, en cualquier parte del mundo, no tiene por qué saber por qué muere. Y menos merece agonizar sin que nadie pueda rescatarlo entre sus brazos y correr para salvarle la vida.

Pero ese niño llevaba demasiadas horas allí, malherido. A oscuras, sin poder moverse, con sus pequeñas piernecillas aplastadas bajo los cascotes, sin poder apenas respirar. Todo ocurrió de repente. Jugaba con su hermana y hubo un grandísimo estruendo. Humo, polvo, gritos y un infinito dolor. Cuando despertó, casi se ahogó de un ataque de tos.

Le costaba mucho respirar. Le dolía mucho la cabeza y no sentía medio cuerpo. Quería levantarse, intentar que el aire limpio llegara a sus pulmones, pero no podía. Ya se había agotado de llorar. No le quedaban lágrimas. También se había roto la garganta de tanto gritar y llamar a sus padres y a su hermana. Tenía mucha sed pero nadie le acercaba un vaso de agua. Un resquicio de luz que se colaba del exterior le dejaba ver sus pequeñas manos. Sucias, ensangrentadas.

Yacía sepultado en su inesperado ataúd. El derrumbe del techo tras la bomba había matado a toda su familia. A todo su mundo. Milagrosamente a él el destino le había concedido la desgracia de vivir unas horas más. Pero no había futuro bajo esos escombros para ese niño gazatí.

Ya no quedaba nadie para salvarlo. Nadie para escuchar sus últimos lamentos. Todos habían muerto tras el último y feroz bombardeo. Una fiebre mortal se había apoderado de su menudo cuerpecito y una horrible pesadilla le acompañó los últimos instantes de vida. Un enorme monstruo que se había comido a sus padres y a sus hermanas ahora iba a por él. Esa horrible visión le hacía temblar y convulsionarse de terror.

Una extraña luz se fue abriendo paso en su mente mientras su sufrimiento se desvanecía hasta desaparecer. Su mente, lejos de su cuerpo ya helado, llegó a una tierra donde la luz era cegadora y los paisajes recobraban su color.

Allá los niños y las niñas como él correteaban felices, alegres y sin preocupaciones. Por un cielo azul y resplandeciente, los pájaros volvían a piar alegres y miles de cometas de colores volaban en libertad por encima de los muros.

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