Lo primero de todo disculparme, ya que prometí que os dejaría tranquilos hasta septiembre pero, como en estas fechas tengo más tiempo libre, mi cabeza empieza a funcionar y no se puede estar quieta, por lo que he comenzado a pensar en las vacaciones y, más concretamente, en la mejor forma de aprovecharlas.
Yo no sé vosotros, pero siempre que llega esta época del año tengo la misma sensación, quiero irme de viaje, pero cuando estoy a dos o tres días de irme, me hago la misma pregunta: ¿Quién narices me mandaría meterme en esto?
Esta cuestión me surge principalmente cuando tengo la casa empantanada con las maletas abiertas y sin parar de echar cosas al más puro estilo Mary Poppins en su bolso mágico; “La pasta de dientes que se me olvidaba, una cazadora fina que a lo mejor por la noche hace frío, ahh y unas zapatillas de deporte por si algún día me siento muy culpable y decido salir a correr para compensar los excesos…” y claro, si ya viajas con peques entonces multiplica esa sensación por mil, sobre todo cuando son pequeños, con los biberones, pañales, carrito y demás.
Pero bien es cierto que cuando miro atrás y pienso en los desplazamientos veraniegos que hacía de pequeño con la familia, y los grandes recuerdos que hoy en día guardo en mi oxidado cerebro, hace que luche contra esa pereza que me ancla a mi vida normal y me impide romper con la rutina.
Aquellos viajes interminables por carreteras infernales, con mis hermanos todos apiñados en una lata de sardinas sin aire acondicionado, jugando sin parar y haciendo que el tiempo pasara rápido para llegar al tan ansiado destino.
Qué maravilla los veranos en Torremolinos, correteando con mis hermanos por los alrededores del hotel al que íbamos, disfrutando en los puestos de los hippies de la Carihuela con todos los juguetes que allí veíamos, y bañándonos en la piscina esa que tenía aquel trampolín olímpico más alto que mi hipoteca (algo que hoy en día, si lo pusieran en alguna piscina pública, saldría en las noticias por atentar contra toda norma de seguridad, pero en aquella época todo valía, así hemos salido más de uno jeje).
También guardo imborrables momentos de esos veranos que pasaba con mis amigos en el campo, haciendo acampadas en las casas de unos y otros, escapándonos por la noche para cantarles “serenatas” a las chicas que nos gustaban, aunque de esto último sus padres no creo que guardaran buen recuerdo.
Me acuerdo de estar ansioso por que llegaran las fiestas que se celebraban en esa época, las competiciones deportivas, esas orquestas magistrales que hacían que lo diéramos todo cuando sonaba “Tengo un tractor amarillo” Jajaja. La siempre deseada fiesta de la espuma, de la cual salías oliendo a lejía hasta Navidad, y bueno, mi primer beso con María L.M en el césped de las piscinas mientras sonaba “Modestia Aparte” de fondo…como digo, momentos imborrables.
Es por todo ello que me doy cuenta que, aunque generalmente da un poco de apatía salir de nuestro espacio de confort, es algo contra lo que debemos de luchar (siempre que se pueda, y en la medida que la economía familiar lo permita, obviamente). No solo por nosotros, que también es positivo, sino por nuestros hijos, a fin de dejarles el mejor de los recuerdos. Yo tengo la filosofía de que la vida no se mide acorde al dinero que tienes, sino a los momentos que has vivido y has conseguido disfrutar al máximo. De ahí que quiera que mis hijos sean igual de afortunados que yo.
Pues bien, ahora que ya hemos decidido dar el paso y salir de nuestra burbuja, nos queda responder a la pregunta existencial: ¿Playa o montaña? Ya el gran Seneca y sus compañeros filósofos, además de la famosa “¿Quién soy y a dónde voy?”, estoy seguro que ya se hacían esta misma pregunta.
Aquí, en Murcia, bien es cierto que gozamos del privilegio de tener playa y montaña, sin embargo el hecho de que cuando llega julio y tenemos a las chicharras de baja psicológica al ser incapaces de aguantar el calor tan insoportable, hace que queramos ir al norte en busca de un poco de aire fresco.
Sin embargo, también podemos ser de los que nos gusta la arena, el agua, disfrutar de una buena cervecita en el chiringuito, una bonita puesta de sol al caer la tarde, y terminar el día deleitándose del ambiente tan encantador de los paseos marítimo. Pero, ¿por qué elegir?, cuando, como digo, aquí tenemos la gran suerte de contar con ambas opciones, así que una cosa y luego otra.
¡Lo sé! Me diréis que todo esto está muy bien si tienes dinero y puedes salir de viaje. Correcto. Obviamente a todos nos gustaría poder disfrutar de dos meses de vacaciones en playas paradisiacas, o lugares encantadores en donde no tuviéramos más preocupación que decidir entre “Estrella de Levante” o “Mahou”, pero claro está que las circunstancias mandan y debemos adaptarnos a nuestras situaciones personales.
Como dije al principio, se trata de engordar nuestro cerebro con buenos momentos y recuerdos imborrables que, aunque parezcan sin importancia cuando los estamos viviendo, luego, con la llegada del invierno, te acuerdas y te acaban sacando una sonrisa. Y ya no digo nada para los pequeños de la familia, pues ellos sí que son esponjas y absorben hasta el más mínimo detalle, dejándonos asombrados cuando al paso de los años te recuerdan cosas que tú ya tenías enterradas en la parte más honda del baúl de los recuerdos.
Por lo que ya sabéis, coged vuestras sandalias, las palas, gorra de playa o de montaña, y a generar momentos, que con el paso del tiempo se convertirán en buenos recuerdos.
Como siempre, un placer compartir con vosotros mis inquietudes, espero que lo hayáis disfrutado y tengáis un feliz verano, ahora ya sí me despido hasta septiembre. ¡Saludos y felices vacaciones a todos!