Conviene recordar, porque así es, que una vida no tiene precio.
Es evidente que vale todo el oro del mundo, si fuera el caso. Sí, es una forma de hablar, pero en el sentido de esta expresión se alberga la realidad de que no podemos jugar con nuestras existencias en función de parámetros economicistas. No, rotundamente no. Lo hemos de analizar así cuando hablamos de fallecidos, de heridos, de tratamientos crónicos, como ocurre en el caso de los nefastos efectos de los accidentes de circulación. Lo que ha de imperar en estos sucesos es la visión de la persona humana, su bienestar, su buen hacer, su calidad histórica e irrepetible.
Un responsable de un laboratorio, pero podríamos poner otros ejemplos, ha confesado recientemente que lo suyo es un negocio. No niega su carácter vocacional, pero reconoce que la premisa es ganar dinero, y lo ganan a cuenta de sanar, o de intentar curar, o de paliar daños, o de mejorar, más bien, la estancia terrenal de los seres humanos. Acontece igualmente cuando se suceden incidentes de tráfico.
No olvidemos que, al llevar a efecto una opción médica en base a obtener un beneficio “contante y sonante”, dejamos en el otro lado de ese planteamiento a miles, a millones de personas, también seres humanos (tanto como aquellos que tienen “riquezas”), que no pueden recibir esos medicamentos que contribuyen, o podrían, a su transformación positiva.
Alguien dirá, con simplicidad, que es la vida, que es el panorama social, que es lo que hemos hecho entre todos. Hay razones para decir esto, pero también es cierto que este modelo de crecimiento carece de suficiente caridad.
Escuchábamos, y veíamos, en “Las sandalias del pescador”, que, aunque tengamos todas las fortunas del mundo, aunque habláramos todos los idiomas posibles, si nos falta amor, nada poseemos. Así es. Cuando pensamos exclusivamente en lo crematístico es que nos falta mucho cariño. Mediten, meditemos. Pensemos en el dolor que rodea un desastre de tráfico. Hay que afrontarlo rápidamente, de la manera más eficaz, pensando en la suave medida del ser humano por encima de cualquier otra consideración.
Hay, por desgracia, insuficientes valores en aquellos que se procuran un ánimo de lucro sin pararse a pensar en los que se quedan en el camino cuando afortunadamente contamos con remedios para afrontar muchos problemas. Las industrias se introducen en dinámicas y metodologías, en sendas inhóspitas, que pueden y son lícitas, esto es, pretenden su supervivencia, su continuidad, pero, en paralelo, deben contemplar y defender que la base de todo es lo humano, la preservación de la humanidad misma. Es nuestro objetivo antropológico.
Sabemos que hay medicinas, actuaciones e intervenciones sanitarias y de cirugía que valen demasiado, protocolos que nos superan por sus fauces financieras, y tratamientos que disparan sus cifras tanto que ponen en riesgo el utilizarlos o no, el que los empleemos para mantener vidas: éste habría de ser (reiterémoslo, por favor) su objeto primordial, y no ganar dinero, que también, pero en segundo término.
Hay que mudar, sin duda, la hoja de ruta. Si algunos medicamentos han de pagarse en un más largo plazo, habrá que tomar medidas en esa dirección. Estamos poniendo (si pensamos como el Consejero Delegado del Laboratorio que no hemos mencionado) en riesgo vidas humanas y el sostenimiento de un planteamiento universal que no se fundamentaba, en los albores de la Democracia, en números sino en la supervivencia personal y colectiva. Al menos, eso pensábamos. Las cotas y las consecuencias de los accidentes de circulación han de cimentarse en las personas, que son más relevantes que cualquier baremo materialista.
Superemos las cifras
Por otro lado, si queremos hablar de cifras y de estadísticas (como sucede en los accidentes de tráfico), pensemos que resulta bastante más costoso el embrutecimiento del sistema que sólo piensa en ganar dinero. Los tratamientos y los avances están para llevarlos a cabo. Además, no sabemos si muchas de las personas que no saldrían adelante por ser tratadas como números podrían haber aportado (seguramente sí) un bien intangible que obviamente nos perdemos también.
Como dice Eastwood en “Sin perdón”, cuando no permitimos vivir a alguien le quitamos cuanto es y cuanto podría haber sido. Eso lógicamente es un perjuicio personal y societario. Estos parámetros (duele subrayarlo) no se suelen tener presentes.
En lo que concierne a los accidentes de tráfico, hemos de cambiar la filosofía y centrarnos en la importancia de la vida humana, que hemos de preservar, defender, y no sólo en tu integridad física, sino también en su dignidad individual, en cuanto a su carácter especial, en sus sesgos subjetivos y únicos.
Por eso, la óptica ante los siniestros y desastres en las vías públicas ha de ser la siguiente: somos almas, como quiera que las entendamos; somos corazones; somos ideas, recuerdos, actualidad, futuros; somos amor. También somos “genéticas”, y así nos mostramos cada día como herederos de unas personas que se esforzaron para que estuviéramos aquí de la mejor manera posible. Les debemos el respeto de conformarnos con ética, y de tratarnos con la suficiente estima, desde el afán de ser mejores con nosotros y con los demás.
Predicar el amor es algo más que una frase. Cuando nos referimos a las víctimas, en este caso de los accidentes de circulación, el perfil y los matices han de ser los reseñados. Por las obras, por el quehacer de cada jornada, se nos conoce, y, asimismo, por lo que no afrontamos. En salud, como en educación, todo es poco.
La vida humana es el gran valor del universo. El freno del dinero o la búsqueda obsesiva de él pueden acarrear mucho dolor. De esta guisa sucede, y así, entiendo, debemos verlo. Las cifras de heridos y de fallecidos tienen solución, pero siempre que brillemos con estas reflexiones. Ahora tocaría pactar entre todos, sin polémicas estériles, acerca de cómo llegar al bien común.
Juan TOMÁS FRUTOS.
Periodista.
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