El caso de José Antonio Rodríguez Vega. “El mataviejas”

el mata viejas

“El mata viejas” Jose Antonio Rodriguez Vega

El criminal inesperado es el más peligroso. Aunque es bien sabido que las apariencias engañan, existen estereotipos que suelen asociar al delincuente a perfiles concretos, personas con conductas conflictivas o antisociales sobre los que, de algún modo, el delito se les hace de esperar.

Pero hay un perfil que se escapa a todo control predictivo, el criminal que se esconde tras una personalidad inteligente, amable, de buen aspecto y de usos sociales correctos.

Con capacidad para distinguir entre el bien y el mal, este tipo de sujeto carecería de sentimientos de empatía o remordimiento, una habilidad necesaria para mantener relaciones sociales saludables.

Un intachable dominio de la mentira, acompañado de una mente brillante, le permitirá adaptarse, aprender y fingir los dominios relacionales, hasta mostrar una perfecta imagen de ciudadano modelo.

Hablamos del perfil del psicópata que, si bien está más presente en las sociedades de lo que pensamos (recientes investigaciones atesoran este hecho), sólo un 10% llegaría a delinquir y, en puntuales ocasiones, un cóctel desafortunado de circunstancias puede provocar la construcción de la motivación del depredador serial.

España cuanta en su historia con varios nombres que adolecen a este perfil, y en cada uno de ellos destaca algún aspecto concreto digno de mención y estudio, como es el caso de José Antonio Rodríguez Vega. Hombre sereno, amable y gentil, con aspecto atractivo y buen talante que eludía toda sospecha de que llevara una doble vida.

Su trayectoria comenzaría a la edad de veintiún años cuando, casado y con un hijo, se consagró con el nombre del “violador de la moto

Haciendo uso de su apariencia y buenos modales se ganaba la confianza de las posibles víctimas, invitándolas a pasear en su moto, vehículo con el que las trasladaría engañadas y con su beneplácito para sorprenderlas más tarde con la agresión sexual.

Tuvieron que pasar varias semanas hasta poder dar con él y llevarlo a ante la Justicia, por los mismos casos por los que sería juzgado y, paradójicamente, casi exonerado.

Con el uso y dominio certero de la amabilidad y las súplicas tintadas de falso arrepentimiento, consiguió el perdón de las víctimas a las que él mismo violó, o intentó hacerlo. Sólo una de ellas impidió su absolución y lo mandó a prisión, pero con una importante reducción de condena: de veintisiete a ocho años de cárcel.

La privación de libertad agravó sus instintos violentos y homicidas

Tal vez la primera muerte no estuviera entre sus planes, pero sí está claro que encontró en ella un placer que le llevó a convertirse en uno de los asesinos en serie más destacados de la historia de este país.

No pasaría ni año hasta que cometiera su primer crimen

Corría el 15 de abril de 1987, primeros años de la recién estrenada democracia, cuando aparece muerta una mujer en su domicilio, aparentemente por causas naturales, a la que siguió una ola de sucesivas muertes. Rodríguez Vega planificaba sus crímenes a la perfección, acechaba y seleccionaba a las víctimas y se aproximaba a ellas haciendo uso del engaño con su intachable apariencia.

El modus operandi

Acceder a la vivienda ganándose la confianza de la propietaria, a la que ofrecía pequeños arreglos, reformas u obras de albañilería. Una vez dentro, se le insinuaría y, ante el rechazo, perpetraría el brutal ataque. A lo largo de un año se cobró la vida de dieciséis mujeres con edades comprendidas entre los sesenta y los noventa años. Eran mujeres que vivían solas, en una situación de indefensión manifiesta que garantizara el resultado delictivo, a las que agrediría sexualmente y les arrebataría la vida tapándoles la boca y la nariz hasta lograr una asfixia que, por el perfil de la edad, se confundiría fácilmente con la muerte natural.

A pesar de la planificación, Rodríguez Vega tuvo a la suerte de su parte en una sucesión de crímenes que, además de saciar las fantasías más perversas del asesino, también saciaba su vanidad.

Rodríguez Vega planificaba sus crímenes a la perfección, acechaba y seleccionaba a las víctimas y se aproximaba a ellas haciendo uso del engaño con su intachable apariencia.

El pecado capital del psicópata no es otro que la egolatría y el narcisismo, y cometer tantos delitos y disuadir a los investigadores llenaba cada vez más y más su ego. Esta situación alimentaba su ansia criminal y cometió un error frecuente entre las personas que cumplen este perfil: un exceso de confianza en sí mismo le acabaría poniendo en evidencia.

Aunque se dictaminara muerte natural en todos los casos, llamaba la atención la presencia de indicios de violencia previa que aparecían cada vez con más frecuencia, en escenarios cada vez más descuidados: víctimas desnudas o con la ropa interior bajada, con hematomas, desgarros vaginales, incluso costillas rotas.

La homogeneidad en los casos apuntaba a que se trataba de una serie de asesinatos perpetrados por la misma persona, pero no fue hasta que la implicación de un forense y de las familias de las víctimas cuando se procedió a investigar en profundidad.

Un mes después de su último crimen encontrarían la pista que daría con su paradero, y es que todas las mujeres asesinadas habían realizado pequeñas obras de albañilería en el momento de la muerte, y José Antonio Rodríguez Vega habría sido el encargado de realizarlas.

No fue difícil dar con él, ni tampoco que confesara sus crímenes. Los describió con exactitud, frío, deteniéndose en los detalles. Parecía incluso disfrutar rememorando esos momentos, y tardaron en confirmar que así se trataba.

Durante el registro de la vivienda del sospechoso encontraron lo que parecía un auténtico museo de los horrores.

Paredes pintadas de color rojo vestían una de las habitaciones que había preparado minuciosamente para exponer objetos que sustraía a las víctimas una vez finalizaba el ataque. No lo hacía por su valor económico, muchos ni siquiera fueron echados en falta, sino que los conservaba como trofeos que cuidaba y exponía con delicadeza, como si fueran obras de arte.

Este comportamiento es común entre los asesinos seriales, los objetos les evocan al momento del crimen durante el periodo de enfriamiento, en el que la actividad delictiva se detiene por un tiempo hasta que sitúan la siguiente muerte en el calendario. Tenerlos les permite rememorar y volver a sentir el placer que les produce matar, violar o torturar a otras personas.

Su perfil psicopático, ególatra y narcisista se confirmaba a cada paso de la investigación. Era un mentiroso nato y disfrutaba de la atención mediática. Ofrecía entrevistas, no se ocultaba ante las cámaras y llegó a alardear del dinero que podría ganar contando su caso, o que incluso se planteaba escribir un libro durante su estancia en prisión. Tampoco se inmutaba ante los insultos pronunciados por las familias de las víctimas durante los juicios.

También presumía como un Don Juan de sus conquistas sexuales. Decía que todas sus víctimas consintieron, incluso que lo incitaron a ello, tanto las que mató como las que violó con anterioridad, con las que supuestamente volvería a tener encuentros sexuales consentidos.

Pero la investigación confirmó lo evidente, y es que además de las características esenciales de la psicopatía, con la ausencia de arrepentimiento, culpa o empatía, su primera esposa informó durante la investigación que el acusado presentaba disfunciones sexuales que le incapacitaban a mantener relaciones. Para él, el sexo verdaderamente placentero sólo era posible en un entorno de agresividad, violencia y dominación. Algo que tiene sentido, a la vista de su interés y la forma de perpetrar las agresiones, como por de las características de las víctimas.

Su conducta ególatra le hizo perder la vida en el año 2002.

Nunca hizo buenos amigos en prisión y vivía a cuerpo de rey gracias a los beneficios que obtenía de delatar compañeros o frustrar intentos de fuga. Los demás se referían a él como una mala persona, chivato y soplón, condición que lo llevaron a ser objetivo de varias agresiones e intentos de asesinato.

Dos internos con poco que perder lo acabarían matando a navajazos.

Sólo había un interno con el que mantenía una curiosa amistad, y es que se trataba de otro de los asesinos más sanguinarios del país, el Arropiero. Quizás la psicopatía se entiende entre sí, y en las largas horas de privación de libertad compartieron afanes, intereses y detalles de sus crímenes.

Nunca se podrá conocer con certeza qué ocurría en la mente de aquel criminal, que se escondía tras un mar de mentiras y fantasías con las que ocultaba su verdadera realidad. Su muerte se llevaría consigo la verdad, dejando nuevamente el eterno interrogante sobre la psique humana en su lado más oscuro.

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