Hacía como mes y medio que Gus, desnudo y de perfil al espejo, debía meter la tripa más de la cuenta para imitar su antigua figura. Esos accesos de trascendencia naïf solían hacer mucha gracia a Raquel, su esposa.
–Querido, que tienes cuarenta y tantos.
–¿Y? –respondió Gus desde el baño, dejando clara la independencia entre el peso y la edad.
Raquel soltó una carcajada que se clavó en lo más masculino de los huesos de Gus.
–No es una cuestión de edad –prosiguió él–, sino de calorías: tantas ingieres, tantas consumes.
–Y tantos hijos tienes, tanto trabajo tienes, tanto te gusta disfrutar de la vida…
–Ya. Bueno, si no te importa, esta mañana quiero ir a la playa a correr.
–¿Estás seguro de que es eso lo que quieres? –susurró Raquel, apartando un poco las sábanas y dejando medio cuerpo a la vista.
Correr una hora por la playa siempre fue considerado por él como un síntoma de juventud, pero ¿cómo se podía considerar decir a no una oferta como la de su mujer? ¿Cuántas horas de carrera y cuántas abdominales serían necesarias para compensar la hombría…? Un momento –pensó–: ¿hombría?, ¿juventud? Como si hacer el amor a tu mujer fuera un asunto de... ¡Hay que ser gilipollas!
Esa mañana, Gus y Raquel hicieron el amor hasta media mañana. Luego, ambos se pusieron las deportivas, salieron a correr veinte minutos y se tomaron entre risas unas cervezas y unos boquerones fritos en el chiringuito de la playa.
Realizador y guionista